La infidelidad es un acto humano, privilegio y dolor de humanos. Anida en la identidad cultural de los pueblos y estalla en el sentir de mujeres y hombres que padecen el asalto de una tercera persona cuando irrumpe en la armonía de la relación establecida. La literatura está llena de episodios de infidelidad capaces de estimular estados de ira, repulsión, pasión, arrepentimiento, felicidad, etc. Hoy quiero compartirles la segunda parte de un relato en formato de cuento, autoría del suscrito, con lo cual busco oxigenar la lectura que regularmente está llena de cifras o enfoques de corrupción, economía y competitividad. El cuento se llama: La esperé hasta la media noche.
…Ya por estos días y vividas las experiencias familiares de los últimos años, Carmen decidió ir de lleno al grano para contarle a Camilo la desafortunada noticia; se llenó de fuerza y de cierto grado de soberbia contra su propia hermana, sintiendo que efectivamente este nuevo acontecimiento resultaba inadmisible para su hogar y para ella misma. Esa sinvergüenza volvió a meter la pata Camilo; fueron sus palabras tan pronto como le abrió la puerta al trabajador bancario, en aquel medio día de un viernes pensado como preludio de un fin de semana que llevaría la familia al soleado poblado de Melgar. Cómo así, dijo Camilo, esto sí que es muy grave, Rosa no nos puede hacer esto. Para tratar la situación, Camilo dijo a su esposa que ella se hiciera cargo del problema; que, si ella quería, bien podía lanzar de su casa a Rosa o si la dejaba viviendo allí, era cosa suya. Finalmente, los esposos Vargas se reunieron con los dos hijos mayores que contaban con 16 y 18 años, y entre todos aconsejaron que lo mejor sería seguir acogiendo a Rosa y su prole en el hogar que además, era el suyo propio, pues allí había vivido los últimos 8 años y dado a luz a la encantadora Isabel.
Después de Octavio ya no hubo más hijos, ni primos, ni sobrinos en la casa de los Vargas. Rosa había resuelto cerrar la llave de su fertilidad y se dedicó a sus dos hijos sin descuidar a sus sobrinos quienes por el sensible afecto que les entregaba, la consideraban como otra madre. Y pasaron los años; Isabel estudiaba igual que Octavio, junto a los primos que les llevaban algunos grados adelante en la secundaria; los mayores, ya se habían graduado en la Universidad. La pubertad trajo a Isabel los encantos juveniles y con ellos sus deseos de compartir con las amigas, actividades como pequeñas fiestas en el barrio, paseos, juegos y tantas otras cosas que distraían y enamoraban a los jóvenes. Camilo mantenía por todos sus hijos y por sus sobrinos políticos, un aprecio y cuidados por igual; sin embargo, era en Isabel en quien posaba con mayor intensidad su esmero y control, tanto que Carmen fue asaltada en su más profunda intimidad por el fantasma de los celos; si, llegó a pensar que la niña, ahora formándose en señorita, por cierto, poseedora de un encanto en su cuerpo de formas armoniosas que ya se insinuaban como dibujadas por un cuidadoso pincel, pudiese despertar en su marido sentimientos de erotismo, explicados claramente para ella en el intenso seguimiento que el tío político ejercía sobre Isabel. Pero no decía nada, no comentaba con nadie sus miedos y cavilaciones; sabía que el tema era delicado y que descubrir sus sentimientos ante los de su casa podría desencadenar estupor y hasta repudio en contra de ella misma; pero sus dudas se fortalecían cada día con más energía, hasta que terminó viviendo un infierno insoportable.
Sin embargo sus celos y aprehensiones eran una carga demasiado pesada para llevarla ella sola y antes de caer doblegada en escenas que pudieran sacrificar la moral de su hogar, decidió increpar a Camilo, expresándole en privado, de manera abierta, el calvario que vivía, diciéndole además que eso no estaba bien, que pensara en el ejemplo que le estaba dando a sus hijos y que lo mejor sería que moderara la manera de controlar e incluso de acosar a Isabela para mantenerla en casa siempre al alcance de su mirada. Los reclamos pronto circundaron el ámbito del lecho nupcial de esta pareja cuyas edades no superaban los 43 años, produciendo un distanciamiento que enfrío aún más su relación. Su comunicación se fue tornando complicada; se hicieron frecuentes los agravios de Carmen para Camilo, reclamándole con excesivo rigor, un mejor desempeño como padre y como esposo; utilizaba dichos pedidos como subterfugio para punzarle con encono su supuesto amor por la adolescente sobrina; él por su parte, encontraba refugio en la bebida y el cigarrillo, prácticas que acrecentaron en Carmen la idea de que su marido estaba perdidamente enamorado de la dulce Isabel.
Para Rosa el escenario de su hermana y su cuñado se hizo visible; desde su espíritu femenino sabía lo que estaba pasando; también con ella Carmen se había vuelto hostil, aunque no tanto como con su hija. El drama se desenvolvía con la intensidad que permitían los impulsos de la esposa y la prudencia de Camilo para manejar la situación; siempre negaba las acusaciones y trataba de disuadir a su mujer de los nubarrones que empañaban la paz de los dos y de su hogar.
Aquella noche era la víspera de los 15 años de Isabel; sus amigas del vecindario le habían preparado una fiesta. Sabían que, al día siguiente en casa de Doña Carmen, su mamá Rosa haría un agasajo especial para ella. Como en otras oportunidades, el jefe del hogar le dijo a su sobrina política: Tienes permiso para estar fuera de casa hasta las 10:00 de la noche; no lo olvides, hasta las 10.00 de la noche. Carmen miraba el cuadro que siempre se repetía: su marido exigiéndola, controlándola; diría, celando a Isabel. Recordaba además que en varias oportunidades Camilo había corrido de la casa a varios pretendientes de Isabel, porque según él, eran jóvenes que solo querían aprovecharse de la adolescente. En otros casos, él mismo se iba a esperarla a la salida del colegio, cosa que no había hecho con sus otras hijas a quienes siempre les pagó un servicio de transporte escolar. Veía en su rostro masculino el gran alborozo cuando le regalaba cosméticos y hasta prendas íntimas que había comprado para la juvenil y grácil sobrina. Todo esto turbó los ánimos de la mujer que sintió que sus celos eran bien fundados e irresistibles.
Eran las 10:00 de la noche y ya todos en casa dormían, excepto Camilo y su mujer. Carmen lo miraba escondida desde las cortinas del ventanal de la habitación principal que daba a la sala. Observaba las dos cajetillas de President que había agotado, encendiendo un cigarrillo tras otro. Aunque parecía ver la televisión, sabía que él no podía concentrarse, que su mente estaba allí afuera junto a Isabel, imaginando qué joven libaría sus labios y gozaría la cadencia de sus versátiles caderas al danzar quebrado que inspiraba la música de Elvis, o quién recibiría su delicada cabeza recostada en un rostro extraño, embelesada por la melancolía romántica de Yesterday.
Él seguía presa de la impaciencia; se levantaba, limpiaba la sombra que el frío extendía sobre los cristales de sus ventanas y se esforzaba por ver en medio de la calle tenuemente iluminada. Miraba el reloj, caminaba de un lado para el otro; pasaba sus manos sobre la cabeza y volvía a sentarse. Nunca advirtió que Carmen fijaba toda la noche su mirada sobre el papel que él escenificaba en el improvisado teatro en que había convertido la sala. No le importaba; su sentir parecía tener una fuerza que superaba los espavientos de su mujer, no le afectaba el qué dirían. Aquella chica valía la pena y él no se iría a la cama hasta no tenerla en su casa.
Al fin sonó el timbre; era la media noche. Presuroso abrió la puerta y pudo verla, la tuvo a su alcance y quiso desatar su cinturón para castigarla; sin embargo, se abstuvo pues nunca lo había hecho. Se dejó venir en un rosario de reclamaciones, su voz se oyó hasta en el segundo piso y el sueño profundo fue ahuyentado de la casa; sorprendidos, todos descendieron rápidamente. Pero Carmen se les adelantó; se había instalado justo en frente de Camilo e Isabel, y fue ella quien interrumpió al exaltado increpador, para decirle: Ya no aguanto más, es el colmo, esto deben de saberlo todos. A su turno, los hijos mayores preguntaron a la matrona de qué se trataba y ella, doblemente airada dijo: Este viejo sin vergüenza es un pervertido y esta mocosa es una corvifloja; él está enamorado de ella, los dos tienen amores, lo sé desde hace meses, pero no aguanto más”. Las miradas de todos se posaron sobre Camilo, también la de Rosa que ahora acogía en su regazo a Isabel quien lloraba inconsolable; hubo un silencio que duró segundos. Camilo se sintió acorralado. Su prudencia había llegado también al límite, se creyó profundamente ultrajado, alcanzó a sopesar la moral de su hogar destruida haciendo estragos en el imaginario de sus hijos; vivió la vergüenza de Isabel, y haciendo acopio de sus restos de carácter, le espetó a Carmen con fuerza y determinación: No me jodas más, para que lo sepas: Isabel y Octavio; los dos son hijos míos.