Vivimos en tiempos acelerados, eso se sabe. Todos los seres humanos, hombres y mujeres, adolescentes y ancianos, niños y niñas, por lo menos aquellos que viven en las grandes ciudades, han crecido en medio de un acelerador de partículas. Y no hablo de esos dispositivos que utilizan campos electromagnéticos para acelerar protones y electrones. Me refiero a ese afán desmedido del hombre por llegar a ninguna parte, esa sensación incómoda de que el tiempo no alcanza y que hay que torcerle el cuello para ganarle una fracción de segundos.
«El tiempo va hacia mañana, como una flecha», dice Robby Draco Rosa. «El tiempo pasa nos vamos poniendo viejos», corea el cubano Pablo Milanés. Este tema siempre ha sido una de las preocupaciones del hombre. El tiempo y la muerte. Temps y Tanatos.
Los griegos nos hablaron de Cronos (Saturno para los romanos), como aquel titán que engullía a sus hijos. Recordemos la pintura de Goya. Y esa figura de Cronos es una gran y triste metáfora: el cronómetro devorando a los hombres.
La velocidad del tiempo es inevitable. Hoy por hoy tenemos la sensación (según la teoría de Schumann) de que los días no son de 24 horas, sino de 16. Sea verdad o no, sea esto una verdad subjetiva, lo que sí está claro es que el hombre se ha convertido en esclavo del tiempo. Cronos asestando un nocaut infinito a los seres «pensantes».
Entonces hay que acelerar el carro, recortar los caminos, extender puentes, generar grandes cambios de infraestructura. Y eso está muy bien. Todo lo que sea bienestar será siempre bienvenido. El problema es que ese afán desmedido se ha convertido en patología. Nos perdemos de todo en la lucha voraz por ganarlo todo. Vamos por la vida en un desenfreno que nubla el paisaje. No hay tiempo, dicen los padres. No tengo tiempo, dice el esposo. La vida es muy breve, arguye el docente. Y en esas citas, en esas grandes elucubraciones mentales dejamos de lado lo verdaderamente esencial. Los sentidos se desconectan del ser, y ya son incapaces de la audición, del buen oír. No del comer, sino del paladear. No del mirar, sino del observar, del detallar los pliegues y repliegues del tejido humano. No del tocar, sino del acariciar, tener la capacidad de olfatear con las manos antes de que caigan sobre la superficie de la piel.
Hoy todos activamos el acelerador del WhatsApp. Genera fastidio degustar la parsimonia con la que habla el abuelo. O el padre. O la novia. Corremos, corremos sin brújula ni norte, como caballos desbocados hacia ningún destino. Comidas rápidas donde ya nadie mastica sino que se atraganta. Cavilamos todo el tiempo en el próximo segundo. «Yo con usted no tengo futuro», «Mi futuro con usted es incierto», le dice el novio a la novia como si alguien tuviera certeza de lo que viene un minuto después (¿acaso presentimos el Cqovid?).
Todo es desechable. La obsolescencia programada no sólo rige la realidad de los objetos, de los electrodomésticos, de los automóviles, sino también de las relaciones humanas. De eso nos habló mucho el filósofo polaco Zygmunt Bauman. Y también Lipovetsky. Y también Baudrillard. Incluso Milan Kundera en su bella novela «La lentitud.»
Hay que desacelerar el corazón, aquietar a la loca de la casa (la mente) y volver a poner la cabeza en la serenidad, en el yo contemplativo, en el auditivo interior que cada quien lleva adentro. Mucha gente le ha bajado el suiche al auditivo interior (la conciencia) y va por el mundo en una intensidad que en tiempos de pandemia está más que revaluada.
Es tiempo de degustar el paisaje, las montañas, el verde de la carretera, el olor a tierra mojada, a café recién preparado. Tiempo para afinar el oído y capturar las melodías más calladas de la naturaleza. Es tiempo para comer en familia, con lentitud, sin ningún aparato que nos ausente y desconecte del otro. Tiempo para todo y para todos. Tiempo de calidad. Un tiempo para vivir. Un tiempo para despertar. Tiempo para ser conscientes de lo dormidos que estábamos.