Diario del Huila

La negación del amor en José Eustasio Rivera, como en los jóvenes combatientes

Feb 19, 2024

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Por estos días del año 2024, en Colombia, como en muchos lugares del mundo, se celebran actos que dan forma y sentido a la conmemoración del primer siglo desde que se publicó, por primera vez, la magistral obra La Vorágine, autoría del colosal escritor José Eustasio Rivera, nacido en la tierra del Huila; poeta y novelista de prestigio literario y renombrado en el exigente mundo de los lectores en todo el planeta.

Cualquiera que lee los poemas de Rivera en Tierra de Promisión, se asombra del encanto poético y la métrica de cada verso dentro del cuerpo del soneto; allí dispuestos para admirar y honrar la campiña del Huila. Y es por ello que no perderá la oportunidad de leer La Vorágine, en donde, además de los matices de orden social y político descritos, se asombrará nuevamente con la recreación poética que, en el transcurso de la apasionante narrativa, el gran José Eustasio derramó sus más sutiles, pero enérgicos sentimientos que le merecerían la eternidad en el exclusivo paraíso de la literatura universal.

Pero en medio de la exquisites poética con la que Rivera acomete los dramas humanos, ya en la pampa o en la selva, se filtran penas y pasiones, alegrías fútiles y dolores profundos, mismos que Arturo Cova viviría tras el amor de Alicia y que lo llevará a enamorarse también de la jungla, al tiempo que a desdeñar la explotación y la esclavitud de obreros caucheros.  El primer párrafo de La Vorágine, que de entrada tiene el don de cautivar al lector, dice:  Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia. Nada supe de deliquios embriagadores ni de la confidencia sentimental ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama en el leño que la alimenta.

Tan contundente introducción a la obra, puede permitir hacer un símil entre la castración del amor y la felicidad que le serían impelidos a Arturo Cova y a Alicia, como a los cientos de niños, niñas y jóvenes, que en el furor del conflicto colombiano desde la primera mitad de la década de los 60, y que pareció haber llegado a su fin con la firma de la paz con diversos grupos armados insurgentes en la década de los 90s, con organizaciones como EPL, Quintín Lame y el M-19, también con paramilitares en 2003, y quizás, el más esperanzador, en 2016, en el gobierno de Juan Manuel Santos, con las FARC. Al leer relatos de excombatientes vertidos en páginas de organismos como la Fiscalía, Comisión de la Verdad, noticias de prensa, confesiones inmersas en una profusa tradición oral, y en libros como: Anecdotario de mis Guerras, de Javier Correa Correa, o la novela, El Niño de las Cruces, autoría del suscrito Gerardo Aldana García, se puede advertir el cruento drama que lleva a infantes y pubertos, no solo a ser convertidos en guerreros, sino a ser obligados a declinar su derecho innato a enamorarse, a vivir el encanto del primer amor, y muy al contrario, ser sumergidos en un mar oscuro de abusos, violaciones y muerte.

En El Niño de las Cruces, por ejemplo, se destaca la presencia de una niña llamada Mariela, de escasos trece años, raptada de su casa, y a quién luego le tocará vivir el funesto drama, jamás por ella imaginado, a manos de un comandante guerrillero y su imperio de muerte. La narración del aparte pone los pelos de punta mientras el alma humana de hombres y mujeres buenos es contagiada de odio y rencor. Dice: La cansada adolescente se acostó y bastó poner su cabeza sobre la almohada de algodón para que en cosa de minutos se quedara profundamente dormida. Las oscas manos de Froilán se deslizaban ahora entre las piernas de la jovencita quien como traída de una pesadilla quedó sentada con sus brazos cubriendo su pecho. –Quién es usted –preguntó, tratando de adivinar el rostro que apenas se vislumbraba en la tenue luz de la lámpara de petróleo. – Tranquila, mija, todo va a estar bien. Soy el comandante, y como le dije, a usted le va a ir muy bien–, y diciendo esto se abalanzó sobre el cuerpo de la inocente rasgando su blusa mientras con brutal ímpetu recorría su cuello y sus blancos senos pequeños, dejando allí su huella de macho abusador. Los gritos de la niña parecían exacerbar más la testosterona animalesca del rufián que sin mediar consideración alguna hizo correr desde la cintura, la falda y la ropa interior de la infeliz infante. Un nuevo grito de dolor salido de su alma hizo saber al campamento que el bárbaro acababa de quebrar la flor de su inocencia.

Pero Mariela, sentirá luego no solo los abusos brutales de los hombres, sino las heridas incurables de la selva y sus elementos. En medio de tantos sufrimientos, de entre la podredumbre de los excesos machistas, nacerá una flor de suaves pétalos y la promesa de un perfume dulce. Se trata de otro niño, como ella, raptado de su infantil entorno, ahora vuelto un jovencito, quien ha posado cándidamente su inquietud de amor en la adolescente. Pies Ligeros, es llamado en el monte. El siguiente relato traído de la novela, narra: Por primera vez sintió que el impulso masculino tenía un tono diferente. El beso la sustrajo de la jungla y la hizo vivir un color rosado, limpio. Se vio libre del fusil y creyó que en sus brazos se mecían vivas flores, regalando su aroma a los pájaros cantores.

Pero la felicidad no es una gracia a la que estos jóvenes combatientes puedan acceder. El libro da cuenta de cómo, justamente cuando los dos milicianos con edades ya cercanas a los veinte años, logran escapar del frente guerrillero, tendrán que vivir la desgracia del asesinato de Mariela, ahora embarazada de Pies Ligeros, la que sucumbe ante un proyectil lanzado desde un fusil accionado por uno de sus perseguidores; uno que, quizás, también fue un niño raptado, convertido abusivamente en guerrero, abdicador forzado del derecho de amar y ser amado.

Acaso, en los últimos cien años que acompasan el nacimiento de la obra de Rivera, La Vorágine, ¿ha cambiado en algo el drama nacional de muerte entre los colombianos? Tal vez, solo han cambiado los actores victimarios y victimas; o quizás, lo hayan hecho las regiones en donde se perpetran abusos y crímenes. El discurso de unos y otros tras la seducción del poder, sigue siendo la censura del proceder del otro, del pecado del semejante, mismo que se utiliza como estrategia para ascender egoístamente al trono, sin importar el menoscabo de los derechos de los demás.

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