Por: Adonis Tupac Ramírez
En las ciudades, las esquinas alguna vez fueron más que simples intersecciones de cemento y asfalto. Eran puntos de encuentro, lugares donde la vida de barrio se respiraba en cada conversación, en cada carcajada, en cada abrazo. De regreso a mi barrio los cambulos hace unos días caminaba y veía esas mismas esquinas, pero ya no encuentro la misma vida. Me envuelve una nostalgia que se siente en el pecho, una que habla de tiempos en los que las cosas eran más lentas, más cercanas, más humanas.
Recuerdo mi época de infancia y adolescencia, cuando al caer la tarde, la cuadra y las esquinas cobraban vida. Allí, los vecinos se reunían en torno a una banca improvisada, una acera amplia o bajo la sombra de un viejo árbol. Los adultos compartían sus historias de trabajo, preocupaciones y sueños. Los jóvenes, llenos de energía, planeábamos la futura rumba, paseo o simplemente nos perdíamos en charlas interminables sobre el amor, el fútbol o los planes del fin de semana. Todo en esas esquinas tenía un sabor especial, personalmente recuerdo la esquina de la tienda de doña Luisa y don Álvaro, que siempre alcahuetearon nuestras reuniones y algunas borracheras. Eran refugios de amistad, donde no existían pantallas que nos distrajeran, donde el tiempo parecía detenerse solo para disfrutar de la compañía
Había algo casi mágico en esas reuniones espontáneas, sin la necesidad de una cita previa o de una agenda llena de compromisos. Bastaba con que uno saliera de casa para que, poco a poco, más y más amigos se unieran. No se trataba de un gran evento, sino de la simplicidad de estar juntos, de sentirse parte de algo mayor, una especie de familia extendida. En esos tiempos, las noticias se compartían en voz alta, no a través de un chat. Las risas eran contagiosas, no emojis de una pantalla.
Las esquinas eran como pequeños escenarios donde se tejían relaciones profundas. A veces eran lugares para celebrar pequeñas victorias —un trabajo nuevo, un cumpleaños— y otras veces eran sitios de consuelo, donde las penas compartidas se hacían más llevaderas. Había una confianza implícita en cada encuentro, una intimidad que hoy pareciera perdida en la prisa de nuestra rutina moderna.
Pero algo ha cambiado. Hoy, las esquinas están vacías o, peor aún, llenas de vehículos que pasan a toda velocidad, ignorando que, alguna vez, esos espacios fueron epicentros de comunidad. Nos hemos refugiado en la comodidad de nuestras pantallas, en la seguridad de nuestras casas, y hemos dejado que las esquinas se desvanezcan en el olvido. Nos hemos olvidado del poder de lo simple, de lo espontáneo.
Y no es que no sigamos necesitando esos encuentros. Quizá ahora, más que nunca, anhelamos un lugar donde las conversaciones fluyan sin prisa, donde el único objetivo sea el de estar, el de compartir sin filtros. Pero en nuestro afán de avanzar, de modernizarnos, hemos dejado atrás esos pequeños rincones que tanto nos dieron.
Hoy, cuando paso por esas esquinas vacías, no puedo evitar detenerme un segundo, como si esperara ver aparecer a esos viejos amigos, a esos vecinos que, con solo una sonrisa, hacían que la vida pareciera más ligera. Siento la necesidad de recuperar ese espacio, de volver a esos tiempos en los que una esquina bastaba para sentirnos acompañados, para recordar que no estamos solos.
Quizá es tiempo de volver a salir, de revivir las esquinas, de volver a hacerlas nuestras. Porque, al final del día, lo que nos queda no son los grandes momentos ni los grandes logros, sino esos pequeños instantes en los que, sin darnos cuenta, éramos felices solo por estar juntos.