Vale la pena una mirada objetiva acerca de la eficacia y eficiencia de los proyectos de desarrollo regional, con los cuales la inversión pública debe mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.
Desde que se hizo legalmente obligatoria la formulación de los Planes de Desarrollo tanto a nivel nacional como regional y local; los respectivos gobernantes elegidos; presidente, gobernadores y alcaldes; una vez posesionados de sus responsabilidades, deben presentar sus correspondientes Planes de Desarrollo para estudio y aprobación del Congreso, las asambleas y concejos.
Como bien se sabe, la base programática se sustenta en los ejes temáticos que el candidato inscribe ante la Registraduría como su programa de gobierno, los cuales servirán de referente para justificar la revocatoria del mandato, excepto del presidente.
Es lo que comúnmente se denomina la hoja de ruta por la cual el estado y quienes lo administran, formulan la visión y forma de ejecutarla, apropiando los recursos presupuestales y financieros para su realización.
Es doloroso aceptarlo, pero la cruda realidad es que casi siempre y en todos los niveles tales planes nunca logran ejecutarse en porcentajes y coberturas suficientes, razón por la cual, se han acumulado los elefantes blancos y obras inconclusas donde la corrupción política y administrativa ha florecido de manera insoportable. El resultado de esta realidad es la creciente frustración ciudadana, la pérdida acelerada de credibilidad en los gobernantes y funcionarios y el deterioro de las instituciones en que se soporta la democracia.
Por otra parte, es evidente que ciertas conductas criminales y delincuenciales, así como el desbordado narcotráfico; han superado la capacidad de respuesta de las autoridades, con el agravante injustificable de la impunidad en el sistema penal donde el vencimiento de términos y los exagerados beneficios procesales son el pan de cada día.
En estas circunstancias se hace imperativa una profunda reforma en la estructura del Estado dirigida a mejorar sustancialmente su eficacia, cuya medición no puede seguir siendo a través de cifras estadísticas generalmente amañadas, si no en verdaderos índices de avance en la equidad social y en la calidad de vida de los ciudadanos.
En este aspecto, la labor de los organismos de control como Contralorías y Procuradurías, deberían fusionarse para disminuir sus crecientes tamaños burocráticos donde el clientelismo de los partidos sienta sus reales, al tiempo que no permite las investigaciones y sanciones ejemplares para los corruptos que demanda a gritos la opinión pública.
La indignación que se percibe en el ambiente contra la clase política, el desgaste de los partidos, la incredulidad y desconfianza en las instituciones, son elementos que agravados por las consecuencias económicas y sociales de la prolongada pandemia colocan al sistema democrático frente a desafíos insospechados y especialmente al peligro inminente de los populismos demagógicos que terminan en dictaduras constitucionales o incluso en agresivas tiranías. Como dice el refrán popular “peor el remedio que la enfermedad”.
Un botón de muestra acerca de la penosa lentitud de los proyectos lo constituye el pomposo plan de conectividad vial para la competitividad y el de modernización de puertos y aeropuertos. Ya han transcurrido más de 7 años en su ejecución y los logros son francamente desalentadores.
Por ejemplo, en nuestro Huila la ruta 45 y la doble calzada Espinal Neiva, son proyectos estratégicos para el desarrollo regional y avanzan a paso de tortuga. Al parecer no tienen dolientes. Tal como van, demorarán otros 6 años el primero y 2 años el segundo, si es que logran terminarse.
Ni que decir de la navegabilidad del río magdalena a cargo de Cormagdalena. De la ruta del sol. De la conexión Buga-Buenaventura, etc etc.
Un Estado burocrático, paquidérmico, clientelista y proclive a la corrupción jamás lograra las metas de equidad social, superación de la pobreza y de calidad de vida para sus ciudadanos.
