Por: Adonis Tupac Ramírez
En la historia reciente de Colombia, el término «falsos positivos» no solo ha marcado un capítulo oscuro de nuestra violencia, sino que también ha sacudido los cimientos de la confianza en las instituciones del Estado. La cifra de 6.402 ejecuciones extrajudiciales, presentada por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en 2021, no es simplemente un número; es un símbolo de vidas truncadas, de familias desgarradas y de una guerra que deshumanizó tanto a sus combatientes como a sus víctimas.
El informe de la JEP, basado en miles de testimonios, investigaciones y documentos oficiales, reveló que entre 2002 y 2008, en el periodo más álgido de la política de «seguridad democrática», miles de civiles fueron asesinados por miembros del Ejército y presentados como guerrilleros muertos en combate. Este macabro mecanismo buscaba inflar las estadísticas de éxito militar, incentivado por un sistema de recompensas que incluía permisos, ascensos y reconocimientos.
La cifra de 6.402 no fue inventada ni manipulada. La JEP fundamentó su cálculo en datos del Ministerio de Defensa, la Fiscalía General de la Nación, organizaciones como el Centro Nacional de Memoria Histórica y el Grupo de Trabajo sobre Ejecuciones Extrajudiciales de Naciones Unidas. Además, se cotejaron con los informes de organizaciones no gubernamentales como Human Rights Watch y el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CAJAR), que llevan años documentando estos crímenes.
Según el informe de la JEP, estas ejecuciones no fueron hechos aislados; respondieron a una lógica sistemática y estructural. En departamentos como Antioquia, Meta, Cesar y Norte de Santander, las cifras son abrumadoras, y los patrones son innegables: campesinos, jóvenes de barrios marginales y personas con discapacidad intelectual fueron los principales blancos, engañados con falsas ofertas de empleo o simplemente secuestrados para ser asesinados.
A pesar de la contundencia de los hallazgos, sectores políticos y militares han intentado deslegitimar estas investigaciones, posiciones como la de los congresistas Cabal y Polo solo son reflejo de la indolencia e ignorancia ; personajes como Miguel Polo que solo fungen como idiotas útiles de políticos aliados de la guerra. Algunos afirman que la cifra es exagerada o que las víctimas eran en realidad guerrilleros. Sin embargo, el dolor de las madres de Soacha, las pruebas forenses y las confesiones de algunos militares no dejan lugar a dudas: se trató de asesinatos premeditados.
Este episodio debe ser un recordatorio de la necesidad de reconciliación basada en la verdad. Sin ella, no habrá justicia, y sin justicia, la paz será un espejismo. Las víctimas y sus familias no solo merecen reparaciones económicas, sino también el reconocimiento pleno de lo ocurrido, la garantía de no repetición y la condena social de quienes prefieren el silencio cómplice.
Hablar de los 6.402 es reconocer que nuestra sociedad tiene una deuda con la verdad. Es un ejercicio doloroso pero necesario para construir una Colombia donde el poder no se legitime a través de la sangre de los inocentes. La paz no es solo el fin de las armas; es también la reconciliación con un pasado que no podemos permitirnos olvidar.