DIARIO DEL HUILA, CIUDAD
Por: Hernán Galindo
Hace 8 años, Angie Lizeth Álvarez y el padre de su hijo Mateo tuvieron que salir de Bogotá por la difícil situación que atravesaban. En Neiva, las cosas no cambiaron, no encontraron empleo. Como alternativa, tuvieron que dedicarse a la venta de mazamorra, aprovechando que la familia de él estaba en el negocio.
“En principio, él empezó a vender, se metió primero, pero la condición económica familiar se hizo inaguantable. Entonces, arranqué yo. Él repartía en moto y yo comencé en un triciclo, pedaleando…empezamos de a poco a progresar y compramos motocarros”, cuenta, mientras espera la clientela en el exterior de un conjunto residencial en el oriente de Neiva.
Confiesa, la técnica administrativa del Sena, que nunca se le pasó por la cabeza que terminaría como mazamorrera, oficio del que se siente orgullosa: “Estaba acostumbrada a estar en oficina, bien arregladita, sentadita, sin exigencias ni riesgos”.
¿Sintió pena, vergüenza? “Para nada, aunque al principio sí pensé que ‘aquí’ nadie me conoce. Y empecé a trabajar”.
Machismo e inseguridad
Pero no fue fácil. Se queja de que “esta sociedad es demasiado machista. Hubo personas que criticaron ver a una mujer, sola, en la calle, vendiendo comida. Hombres que me dijeron que debía estar en casa, cuidando los niños. Y mujeres que comentaban que les daría vergüenza, que no serían capaces de hacerlo, Aunque también mucha gente me admira”.
Pero de nuevo se situaron nubarrones en el cielo de Angie. Hace un año se separó y llegó la pandemia, con los aislamientos de la gente. “Fue muy duurooo”, recuerda con tristeza, que se nota en sus ojos claros, que combinan con la piel blanca y resaltan en un cabello negro, liso. Por fortuna, tuvo el apoyo de sus padres y se benefició de mercados que repartió la Alcaldía Municipal.
Vive en Villa Café, en la parte alta de la capital huilense, con Mateo, que cursa octavo, y tres mascotas, perros: Manolo, Eva y Tomás. Todos los días, de domingo a lunes, se levanta a las 5 de la mañana para preparar al niño y alistar el producto. Sale a las 9 y termina a las 4 de la tarde, cuando regresa a la casa a ver del hogar y preparar la nueva jornada: “Hago la comida, escucho música, que me gusta mucho”.
“Lo más difícil ha sido el sol y el calor”, reconoce, como buena ‘rola’. Aunque también la han acosado, en alguna ocasión en que un joven en Álamos la tocó. O también enfrenta otras amenazas, como la delincuencia. “Una vez, camino a Las Palmas, cerca al Santa Lucía, un parrillero en moto se me metió al carrito y me robó un bolsito pequeño…”.
La mazamorra es un plato de comida criolla, de los más tradicionales del centro del país. La forma de preparación es muy fácil, ya que sólo basta con cocinar durante horas el maíz hasta quedar completamente blando. Angie dice no tener una fórmula secreta, “aunque su sabor gusta mucho. Tal vez, el amor que le pongo a la preparación”, y se abstiene de hablar mal o de compararse con otros vendedores.
Su oferta no tiene estratos ni discrimina población. Tiene unas rutas que varía a diario: Ipanema-La Gaitana; Viña del Mar-El Tesoro; Cámbulos-Gualanday; y Álamos-Villa Carolina, nos cuenta, mientras se acerca a las ollas y cantina para atender un comensal.
La porción mínima vale $2.000, aunque vende un vaso personal de mazamorra servida con leche, panela o colada de achira, que también prepara. Asegura que vende todo lo que carga.
En manos de Dios
A diario, al poner un pie en la calle, Angie se encomienda a Dios y a la Virgen, para que le den salud, que es todo lo que necesita. En un dedo tiene tatuada una camándula, “para protección y recordar que alguien superior nos cuida siempre…”. En otro dedo hay un anillo de rosas, “por mi mamá”. Y un hada, en la muñeca, “por mi hermana, las dos la tenemos en el mismo lugar, para recordarnos”.
En el futuro se ve como estilista, oficio en el que a su mamá le va muy bien. Cree que en Neiva hay espacio. Y conservar el negocio, administrando, porque le dio oportunidad de progresar y quedarse en la ciudad.
“Lleeegoó la mazamoorraaaa”, casi canta, con un sello personal, por un parlante que hace salir a los vecinos de casas y apartamentos. “Uno debe buscar su plus, cómo distinguirse”, explica, y se afana a atender residentes que aparecen con vasijas para llenarlas de maíz y luego disfrutar en familia.