Diario del Huila

Lo que no hemos aprendido hasta ahora

Feb 18, 2023

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La columna de Toño

Por el P. Toño Parra Segura

padremanuelantonio@hotmail.com

La regla de oro del cristianismo, el programa del Sermón de la montaña, la insistencia sobre la necesidad del amor se ha quedado como una bella teoría que de vez en cuando sale a relucir en los sermones y prédicas religiosas.

Desde el conflicto familiar acentuado cada vez más en la relación de  pareja que lleva a matar al esposo o a la esposa, a echar los hijos a la calle, hasta el gran conflicto social de los cacareados “acuerdos humanitarios” sin base humana y cristiana, nos hacen ver  el olvido de la palabra de Dios.

Hoy el texto de la primera lectura conecta con el Evangelio, por la exhortación a la santidad y el amor al prójimo: “Sed santos porque yo el Señor soy santo, sed perfectos como es perfecto el Padre celestial”, nos enfrenta con una de las consecuencias más difíciles del amor radical de Cristo que nos exige: amar a los enemigos, hacerles el bien,  bendecirlos, no juzgarlos ni condenarlos.

La comunidad de Corinto estaba dividida por razón de los predicadores. Pablo les dice: “Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios”. También, hoy, algunos grupos dicen: con el Padre tal, sino es con él no hay reunión, ni misa, ni nada.

Como norma general y como resumen de toda la doctrina a cerca de la caridad, San Agustín nos propone ésta: “Hacer a los demás todo el bien que podemos desear para  nosotros  mismos”.  Esto es amar al prójimo como a sí  mismo.

La contradictorio es que no sabemos amarnos, ni siquiera a nosotros mismos, ni a los amigos, a los que viven con nosotros, a la familia para cumplir lo que dice el Señor como respuesta para poder alcanzar la vida eterna: “El segundo es semejante al primero ”amarás a tu prójimo como a tí mismo”.  A veces en la misma casa están los enemigos.

Con razón la filosofía popular ha inventado el dicho de que “la caridad entra por  casa”. Es allí donde se debe aprender a amar, a bendecir, a perdonar todo y a no pasar cuentas del mal.

Los primeros cristianos se identificaban por el amor cuando los paganos los observaban de cerca: “Miren como se aman”, están unidos, alegres no pasan necesidad y comparten sus bienes. ¿Se podría decir lo mismo de los cristianos de este siglo?

Esa experiencia de los Hechos de los Apóstoles es un contexto práctico de que sí es posible la práctica de la verdadera caridad y de la misericordia.

Jesús exige que el amor llegue transparente a los enemigos con hechos concretos: presentar la otra mejilla, orar por ellos, darles, acompañarlos, prestarles, hacerles el bien y de evitar los juicios y condenas por sus actitudes.

Según San Agustín las fórmulas empleadas por San Mateo, de claro sabor semítico se deben entender más bien como disposiciones  del corazón y no tanto de las obras externas. No entendemos bien la diferencia entre perdonar y olvidar. Perdonar a la persona que nos hiere y perdonar lo que la persona nos hizo son cosas diferentes.

El acto del perdón es una acción, una elección y una decisión basada en el sermón de la montaña. El sentimiento del perdón exige tiempo y el pecado no está en nuestros sentimientos sino en nuestro comportamiento;  por otra parte olvidar no necesariamente significa perdonar. La gente dice: “olvídalo” y nos dejan en el aire.

Cuando la gente sólo olvida, lo que hace es poner la basura debajo de la alfombra y esto puede ser peligroso. El acto del perdón es una cosa y el hecho de olvidar exige tiempo por ser proceso de madurez cristiana. Sólo Dios puede olvidar inmediatamente. Lo terrible del mensaje de hoy es esto: la medida que utilicemos en los juicios y condenas a los demás se nos va a aplicar al fin de nuestro juicio.

Ojalá votemos la lista de los enemigos y no tengamos la necesidad de poner la otra mejilla. Traduzcamos en hechos las palabras bonitas y las actitudes de interés volvámoslas abiertas para hacer el bien sin mirar a quien. No olvidemos sin embargo que el interés social exige la represión y el castigo de los delitos como oficio de la autoridad pública y la legítima defensa con las debidas condiciones es moralmente válida para la supervivencia.

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