Diario del Huila

Los ciegos de hoy

Oct 23, 2021

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El mensaje de este domingo XXX del Tiempo Ordinario a través del milagro de Jesús sobre un ciego sentado junto al camino por donde iba el Señor, por última vez a Jerusalén, nos presenta las diversas etapas en el camino de la fe.

El paso del Mesías hacia el lugar de su martirio logra tocar la esperanza de este pobre hombre, que aburrido de su vida optó por sentarse a llorar como el grupo que nos presenta el profeta Jeremías en la primera lectura.

Hay unos verbos que resumen las actitudes del ciego Bartimeo: gritó, saltó, creyó, vió y siguió a Jesús.

Es la única vez en el Evangelio de San Marcos que aparece la expresión: “Hijo de David”, que significa el Mesías enviado por Dios. Sale de labios de un pobre sin estudios, sin experiencias distintas a la de su propia miseria. Quizá había gritado mucho a los transeúntes importantes, como sacerdotes y maestros de la ley, sin resultado alguno fuera de tirarle unas monedas de desprecio. Ahora él es consciente de que pasa el anunciado por los profetas que “devolverá a los ciegos la vista” y por eso su grito a pesar del regaño de muchos hizo eco en la Misericordia Divina. Lo que no creyó Tomás, lo siente uno de tantos despreciados por los que se creen sabios y santos.

Jesús lo acepta y entonces: “salta” ya la fe estaba trabajando con mucha fuerza, tira la capa y sin respeto humano se le acerca al Señor de la Luz. No se quedó más sentado en su desesperanza, sino que salta con confianza y seguridad, contrario a los que experimentan los ciegos comunes.

Ese paso es el más importante, buscar a Jesús a pesar de todo, aún de las prohibiciones de los más cercanos a Jesús.

Jesús no pasa de lado nunca por la necesidad física y moral de una persona. Y allí se establece el diálogo de sanación: “¿Qué quieres que haga por tí?”. Quería oírlo de labios del propio enfermo: “¡Señor, que yo vea!”. Creyó en la Palabra de Dios, y logró la curación de su ceguera espiritual y de su ceguera física. Finalmente logró ver claro el rostro de Jesús que seguramente lo miró complacido más que al joven rico que le volvió las espaldas, ese sí debió seguir siendo ciego para toda la vida.

Agradecido siguió hacia Jerusalén a donde iba Jesús.

No hay que hacer mucho esfuerzo para meternos en este episodio de la curación nuestra de una ceguera que es peor que la física: la espiritual.

Se nos ha acabado la capacidad de gritar y de buscar a Jesús en un mundo vulgar superficial, corrupto, cerrado y solo. Ya no vemos a nadie a nuestro alrededor, a lo sumo nos llegan voces pero sin nombre y sin rostro en el mundo del anonimato y de la masa despersonalizada en donde nadie es nadie, donde todo son cosas para tocar, algo como un bus lleno de pasajeros: palabras, muchas palabras pero nadie nos convence con la vida que el único que nos da luz es el Señor.

Hasta abrimos la Biblia y leemos muchos pasajes y lo escuchamos domingo tras domingo y seguimos sentados llenos de desesperanza.

Gritémosle hoy al Señor: “Jesús, ten compasión de mí, ¡Que yo vea!” pero que antes crea y que te pueda seguir.

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