Amadeo González Triviño
En la medida en la que los pueblos van asimilando esa serie de hechos y circunstancias que se suceden en el diario acontecer y se fortalecen o se debilitan por sus enseñanzas, por sus ejemplos o por sus realidades, es cuando tenemos que entender que se va formando una especie de antecedentes formativos de la sociedad, lo que a la postre termina siendo el derrotero de su comportamiento interno, para posteriormente presentarse ante el mundo, como su cultura, su entorno, su arraigo y por consiguiente como fruto de la base social que representa.
Y si en el fondo se falsea esa experiencia que se va asimilando, si se niega el valor histórico de esos precedentes, es cuando terminamos por aceptar que hay fenómenos amorales o contrarios a la ética del comportamiento que terminan siendo aceptados, convalidados y que así, van guiando o fortaleciendo ese medio de control interno que lleva a pregonar la teoría del dejar hacer, dejar pasar. Es decir, se es o no complaciente con aquello que afecta al otro y a los otros, o bien, se edifican modelos, valores y principios, que han de enrutar a los ciudadanos hacia el bien, hacia la unidad, hacia la solidaridad y hacia la transformación interna de su propia estructura formativa.
No en vano en los últimos años hemos procurado identificar o hacer precisión de manifestaciones sociales que en su momento han concitado el ambiente rural o urbano, hasta el punto de que la investigación histórica o la reconstrucción de esos elementos sociales, terminan siendo la base de la construcción de lo que debe asimilarse o debe rechazarse en todo momento, es decir, que cuando conocemos la historia, buscamos no volver a repetir uno u otro hecho, y que nos convoca a aceptar las fallas o falencias que han permitido ese desequilibrio de la normalidad y puedan representar o bien, hechos aislados de las conductas o que terminan siendo formas enquistadas que se tornan en inmodificables o censurables sin lugar a reconocer la moderación de los mismos en el futuro.
Para muchos ese pasado ya no importa, para otros, ese pasado no se puede repetir o no se debe evocar y por el contrario hay que hacerles frente a los acontecimientos que se vayan presentando en el devenir de la existencia.
Otros, por el contrario, consideramos que ese pasado debe ser analizado y evaluado para poder encontrar los mecanismos que nos permitan, sin regresar al pasado, convalidar unas formas y unas perspectivas de cambio, de dinamización social y por consiguiente, de lección para construir un mejor y más fructífero reino de la felicidad, si es que así se puede vivir en los sueños y las esperanzas de un mundo diferente y sin retaliaciones.
Hoy es cuando a partir del pasado tenemos que buscar las formas de encontrar la resocialización, de buscar los acuerdos mínimos de comportamiento para encontrar o forzar la tolerancia, el respeto y la convivencia, y que esos hechos, vistos desde los diferentes ángulos, nos permitan entender que no podemos repetir la forma de ser y de actuar, cuando detrás de todo ello, ha habido violencia, dolor, lágrimas y mucho resentimiento.
Estamos celebrando cien años de lo que podría en otro momento denominarse una masacre, un hecho luctuoso, algo que conmocionó la conciencia social y que llevó a representar a la delincuencia común, como un flagelo que convocaba a la lucha en su contra y que durante toda la existencia, ha terminado por ser una forma de revisar las formas punitivas o sancionadoras que dentro de la misma comunidad deben adoptarse para evitar, prevenir o ejemplarizar esas conductas frente a los demás, con la privación de su libertad, o en algunos países, con la cadena perpetua o la pena de muerte. Tarqui en el Departamento del Huila, me ha motivado a escribir y reflexionar sobre estos temas, y es cuando encuentro en ese estudio histórico de esta población, tres hechos simbólicos de la violencia, pero que por ahora solo me ocupo del más antiguo, planteado como forma de evolución y desarrollo de los atentados contra la dignidad humana, contra la sociedad misma y contra la organización social.
El 16 de diciembre de 1922, tres individuos acaban con la vida en un proceso de delincuencia común, como se dice hoy en día, con tres mujeres en la zona rural de esa población, según se dijo posteriormente, con el fin de buscar alguna valija con morrocotas de oro o con riquezas de aquellas que por entonces se conservaban en las residencias. Este hecho es un hecho criminal que hemos estudiado y analizado y hemos titulado la Muerte del Espino.