Por: Rafael De Brigard Pbro
Ahora está en uso pedir “misas virtuales”. ¿Qué es eso?, le pregunta uno al peticionario. “Pues que usted, padre, la celebre en su iglesia y yo la veo por zoom o Facebook”, contesta, orondo, el solicitante. Las circunstancias de cuarentena y el tal virus han generado, entre otras muchas cosas, esta de las mal llamadas misas virtuales. Es comprensible y hasta merece elogio que la piedad lleve a querer participar de la eucaristía al menos en la distancia. Pero ya es hora de aclarar que esto es una solución de emergencia y de ningún modo un sustituto válido de la misa como toca. Por usar una comparación bastante floja, podríamos pensar en los carnavales o fiestas populares que ahora se trata de hacer por las redes, pero nada que ver. ¿A qué sabe el carnaval de Barranquilla por televisión o la feria de Cali por You tube? A nada de nada. Las cosas como son.
Y la santa misa, la eucaristía, el santo sacrificio de Cristo, es ante todo una celebración de la comunidad creyente. Y para que sea posible se requiere la congregación, el encuentro, la fe concreta. Y se necesita el oyente de carne y hueso y este mismo para recibir el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo. En la distancia se puede escuchar la Palabra de Dios y hace bien. Pero no se puede comulgar realmente sin estar presente. Puede hacerse la comunión espiritual, pero eso no es una comunión sacramental propiamente dicha. Y hace falta también el encuentro entre las personas, el saludo, la identificación de los miembros de la comunidad, el abrazo de la paz. Y la posibilidad de compartir los bienes en el momento de la ofrenda. En suma, hay diferencias insalvables entre la misa celebrada como toca y la que se transmite dadas las circunstancias actuales.
“¿Pero esa misa vale?” insiste el peticionario. Sería más sensato asumir que en el estado actual de cosas, no hay inconveniente si no se puede ir a la misa. También es deber cristiano cuidar salud y vida. Pero hay que tener cuidado de no irse atrincherando en una especie de pánico paralizante que impida realizar las cosas más importantes de la vida, como esta de rendir culto a Dios debidamente, o visitar a familiares y amigos, o acompañar a enfermos y asistir a los pobres, personalmente, no por tercera persona o por administración delegada. Poco a poco se ha de ir recuperando la posibilidad de rehacer la vida realmente, con precaución, pero decididos a no rendirnos ni a enclaustrarnos para siempre, ni por razones de salud ni por simple comodidad.
La pandemia nos ha puesto a los católicos en una especie de ayuno eucarístico obligatorio. Esto ha servido, creo yo, para que valoremos más y mejor, ese gran tesoro que tenemos en la Iglesia y que no es otro que la eucaristía, la santa misa. Es de desear que esta privación larga del Santísimo Sacramento nos haga aprovechar cualquier oportunidad que tengamos de volver a celebrar la eucaristía y de recibir este sacramento admirable. De manera que misas virtuales no existen. Hay misas que se transmiten dadas las circunstancias, pero la fe católica se celebra en torno al altar, con la Palabra que se proclama, el pan que se consagra, parte y comparte y las voces unidas que alaban al Señor. Hora pues de irse levantando, bañarse, peinarse, vestirse bien -no con sudadera arrugada- y caminar a la iglesia. Cristo espera.