Por: Toño Parra Segura
La columna de Toño
San Juan es el evangelista de la intimidad con Jesús y nos está invitando en estos domingos de Pascua a permanecer en su amor y en la unidad para que el mundo crea en Él, a través de estos signos.
Palestina era famosa por sus viñedos y sus higueras, de ahí que los profetas compararan al pueblo hebreo con una vida o con una higuera, según los casos.
Como en la imagen pasada del Único Pastor para un único rebaño, hoy Jesús nos dice: “Yo soy la verdadera Vid”, la auténtica, plantada por el Padre que es el que planta, hace crecer, da frutos y además los recoge.
La Vid, es decir la comunidad en Cristo es una sola a pesar de sus extensas ramificaciones, o como dice Pablo: “Todos formamos un solo cuerpo, porque Cristo es uno en todos” (2 Cor. 12).
Cada árbol tiene que dar frutos de acuerdo con su naturaleza y cada árbol a su vez se conoce por sus frutos: “No se sacan uvas de los espinos, ni higos de los cardos” (Mt. 7, 16 – 17).
El Señor nos enseña la pedagogía para ser fecundos: “permaneced en mí como yo permanezco en vosotros” (Jn. 15, 4). Es permanecer en su amor de una manera constante, es tener una experiencia de Dios porque para eso somos templos del Espíritu Santo desde el Bautismo.
Pero también permanecer en Cristo es estar unido a la comunidad, insertado, injertado como la rama al tronco. Pablo ya convertido en el camino de Damasco siente la necesidad de ir a Jerusalén para conocer a los demás apóstoles y a los miembros de la comunidad que antes perseguía, e integrarse a la Iglesia. Una rama suelta por grande que sea, por robusta que parezca no puede dar frutos. En el cuerpo cualquier miembro enfermo o atrofiado impide la circulación de la energía física y espiritual.
Y para dar fruto se necesita como en todo buen cultivo, la poda. En el caso del Evangelio es el Padre, el viñador el que debe cortar lo que no sirve, podar para que haya retoños abundantes.
Cuando falla la poda, crece el follaje estéril, la ramazón de la vanidad, del culto a la persona, del apego a las riquezas, a la superficialidad, al ruido externo de las palabras.
Cuántas cosas habría que podar para que la energía del Espíritu corra con más libertad, para que suspendamos discusiones inútiles, cortemos esquemas de pensamiento que impiden un encuentro de Cristo con los hombres de hoy.
Podar el orgullo de querer saberlo todo, para que entre la luz del discernimiento a hacernos cada vez más humildes y pobres de espíritu. No hay que hacer de la vid de nuestra Iglesia una simple enredadera a cuya sombra nos sentamos a descansar y a vanagloriarnos.
Todos tenemos que dar frutos y es ahora el momento de reflexionar sobre el trabajo en la Iglesia. Podemos preguntarnos con San Juan Crisóstomo: “¿Para qué sirve un cristiano que no convierte a nadie? La Luz no alumbra? La Sal no sala?”. Recordemos que también existe la parábola de la higuera que fue maldecida por estéril, no daba sino ramas, follaje y sombra.
Por los frutos que demos conocerán a Jesús, en especial por el fruto del amor fraterno y de la unidad, que son los signos característicos que reclamaba siempre Jesús de sus discípulos. Se mejora la calidad de la vid y de sus frutos, no por el follaje, sino por nuestra permanencia en la palabra de Jesús.