María Clara Ospina
¿Al fin qué quiere Gustavo Petro, su cacareada Paz Total, o un pueblo sublevado por él, protestando enfurecido en las calles, ¿contra los “oligarcas”? Entiéndase por “oligarcas” todos los que se opongan a sus incoherentes y obtusas reformas.
Esas palabras cargadas de odio que vociferó desde un balcón del Palacio de Nariño el 13 de febrero, esas iracundas amenazas a quienes se opongan a sus deseos, los cuales él pretende hacer pasar como los deseos del pueblo, no se compaginan con la tal Paz Total (impunidad) que propone.
Esas amenazas son un grito de guerra, un retorno a la violencia, a los destrozos y asesinatos de la llamada “primera línea” que actuó contra el gobierno de Iván Duque y le costó billones en pérdidas a la nación. ¿Fue Petro su instigador? Muchos lo aseguran; no en vano, él ha hecho toda clase de esfuerzos para liberar a los cabecillas hoy encarcelados.
Esto quiere decir que su llamada Paz Total es solo para los narco-crimínales de metralleta al hombro, machete al cinto y bolsas repletas de billetes escondidas en caletas o bancos extranjeros.
La paz no será para los mal llamados “oligarcas” que han luchado por cada centavo que tienen, generación tras generación, creando empresa, industria, oportunidades y desarrollo, corriendo toda clase de riesgos, económicos y personales, riesgos como los secuestros o desapariciones que por décadas han sufrido.
Tampoco será para la luchadora clase obrera, respetuosa de la ley, que solo quiere que se garantice su derecho a un trabajo honesto y productivo que le permita acceder a una vida mejor. Menos aún será para la valiente clase media, cuyos esfuerzos y trabajo, sus industrias y desarrollo comercial, y sus conocimientos en múltiples áreas como la educación, la salud, administración, agricultura e investigación, han sido siempre la columna vertebral del país.
Hoy, en Colombia, el gran oligarca, de acuerdo con la connotación que Petro le da a la palabra, es él mismo; con sus zapatos Ferragamo, sus corbatas Gucci, su reloj Cartier y toda la parafernalia de marca que usan él y su mujer, además de los lujos y desmesurados gastos pagados por nuestros impuestos.
Ni hablar del gusto desarrollado por la “primera dama” Diana Alcocer, por los viajes costosísimos para la nación, disque en representación del gobierno. ¡Cómo si no tuviéramos Canciller! ¿O es que Petro piensa que Álvaro Leyva está menos calificado que su mujer para representar a Colombia?
A Petro, en ese balcón, se le salió el guerrillero. Fue un discurso cargado de violencia, que pretendió asustar a la clase política, a congresistas, jueces, académicos, intelectuales, periodistas y al mismo pueblo, a todos quienes se atrevan a oponérsele, o no traguen entero, y pretendan defender sus derechos.
Azuzar el odio entre clases es tan miserable como azuzar el odio entre razas, religiones o tendencias sexuales. Fue un discurso rabioso, algo que para la paz de Colombia se debería enterrar para siempre. Peor aún, fue injusto, pues hasta ahora a Petro se le ha tratado con guantes de seda, sin insultos ni amenazas, tratando, en son de paz, de extraer algo bueno de sus propuestas.
Al País le quedó claro que Petro no dudará un minuto en incendiar a Colombia con sus odios y rencores, si no se aprueban sus incoherentes reformas y caprichos.