Que las víctimas estuvieron en el centro de los llamados «acuerdos de Paz» fue una de las mentiras más grandes que se ha repetido y repetido en la historia reciente de Colombia. No sólo no estuvieron en el centro, sino que fueron instrumentalizadas y, más aún, burladas.
Cinco años después se producen las estremecedoras declaraciones de la senadora Sandra Ramírez del partido de los «Comunes», en Blu Radio, según las cuales sus secuestrados «tenían sus comodidades a medida de las condiciones, su camita, su cambuche, todo”.
Esta nueva afrenta no hace más que confirmar una verdad dolorosa: las víctimas de las Farc fueron instrumentalizadas para entregar poder político a quienes no quieren reconciliación. No queremos aceptar esta verdad, porque derrumba la ilusión del fin de la guerra. Estamos viviendo en negación.
Esta provocación hiere una vez más el alma de una Colombia cansada del sufrimiento, a la que insisten en arrebatarle la dignidad, la memoria, la narrativa, sus hijos, con la complicidad de un sector de la clase dirigente y de algunos periodistas, que nos vendieron para saciar la vanidad de unos pocos auto referidos, que nunca estuvieron interesados en una reconciliación real. Sólo en construirse pedestales a costa del sufrimiento extremo de quienes padecieron directamente estos flagelos.
Colombia cargará con la vergüenza de permitir que se ultraje una y otra vez la dignidad de quienes tanto han sufrido. Fue estremecedor volver a escuchar a las víctimas de secuestro: Sigifredo López, Alan Jara, al General Mendieta, a Marcela Betancur y a Lourdes Mesa, en el grupo «Principio y fin».
Un observador internacional, el abogado cubano Ignacio Pérez Macias, experto en temas de víctimas y terrorismo, que escuchó sus análisis y testimonios, aseguró:
«Si el terrorismo aceptamos que es una violación grave de los derechos humanos (lo es porque ataca un bien tan esencial como la vida, la integridad física y moral y la libertad del individuo) eso se tiene que traducir en que no puede existir medida alguna que convalide, justifique ni enaltezca esa abominable forma de violencia».
«Eso pasa, necesariamente, por reconocer y proteger a las personas que sufren directamente (víctimas) esa violencia y por quienes la padecen indirectamente (sociedad en su conjunto, aunque es la verdadera y final destinataria de la violencia). Esa protección NO es solo material. Es una protección que tiene que alcanzar todas las dimensiones posibles. Y una de esas dimensiones es preservar su dignidad, respetar su dolor, sentir auténtica vergüenza ante su sufrimiento. Cualquier acto de enaltecimiento, desprecio, minusvaloración, burla, a las víctimas representan otra metralla contra ellas, una bomba contra su memoria, otro disparo en su recuerdo. De ahí que determinados ordenamientos jurídicos tipifiquen como delito el enaltecimiento del terrorismo y la humillación a las víctimas».
¿Hasta cuándo vamos a seguir justificando lo injustificable?