Las encuestas confirman el descrédito de los partidos políticos en Colombia. No podía ser distinto, se cosecha lo que se siembra y desde hace años los partidos se han dedicado a cavar su fosa, aunque ambulen espectros de lo que fueron o creen ser o seguir siendo. Hay matices, pero todos sufren de una misma patología: falta de identidad, coherencia, organización y conexión ciudadana. Se han convertido, todos, en máquinas electorales.
Los partidos deben ser medios de representación y canalización, análisis y discusión, y promoción y defensa de concepciones de Estado y de sociedad, a partir de unas ideas, principios, valores y objetivos compartidos. Tener una identidad clara y diferenciadora. Ese sello se ha difuminado; los partidos de los extremos, por contraste, un poco menos. Prueba de esa realidad, encajonarlos y rotularlos como de izquierda, centro o derecha.
No siempre es fácil diferenciar a los partidos y movimientos; a Colombia Humana del Polo, al Polo del Verde, al Verde del Liberal, al Liberal de la U, a la U de Cambio Radical, a Cambio Radical del Conservador y al Conservador del Centro Democrático. Evidencia: la facilidad con la que se cambian de partido, hoy más restringida, y cómo se estructuran sugestivos pactos y coaliciones electorales, engalanadas como alianzas programáticas.
Basta apreciar las opiniones encontradas de congresistas de un mismo partido en temas fundamentales. La falta de identidad y organización conduce y alienta la incoherencia. Los que ostentan jefaturas fuertes logran mayor alineación frente a algunas iniciativas. Pero el voto preferente hizo de cada político un rey y a su partido un sumiso servidor; sus miembros son repúblicas independientes donde priman los intereses personales.
Los partidos en Colombia han sido personalistas, así ha sido desde Bolívar y Santander. Figuras importantes, sean o no expresidentes, se perpetúan, con lo bueno y lo malo. Ello explica por qué las ideas poco pesan; quedan subyugadas a las de sus líderes de turno. Eso no ocurre en las democracias maduras donde los partidos son más importantes que sus dirigentes. Predominan los principios y valores y la idea de sociedad de los partidos.
Lo anterior revela además por qué se han convertido en empresas electorales: cada rey defiende su feudo y, ante todo, su modus vivendi. La forma de cimentarlo es con recursos de contratación y puestos que apuntalan lealtades y reciprocidades obligadas en un país donde hay tanta necesidad y el Estado es generoso y cómplice empleador. En ese mundo de pragmatismo y de supervivencia electoral, el rol de los partidos como foro se disipa.
Este fenómeno se acentúa por cambios en valores, aspiraciones y expectativas, y por las redes sociales. Políticos y funcionarios actúan en función de likes, son más sensibles a las tendencias y al qué dirán, que a las ideas y los principios partidistas. Las redes han desplazado el liderazgo y la función de representación de los partidos en la democracia, quedando presos de reacciones emotivas, competencia en demagogia y falsas mayorías.
Los partidos políticos atraviesan uno de sus peores momentos de la historia reciente. Se han quedado cortos al asimilar los cambios y en combatir la corrupción política. Pero son necesarios. La salida no es contar con más partidos, que responden más a vanidades e intereses personales. Y la solución no es acabarlos o negarlos para luego buscarlos, sino repararlos desde dentro: regresarles su identidad, coherencia y representatividad. Ser canales y foros de construcción de país. Hay una oportunidad, pero se requiere grandeza