Por: Ernesto Cardoso Camacho
Como ha sido tradicional, cada vez que termina un período legislativo, nuestro desprestigiado Congreso aprueba a pupitrazo limpio los proyectos de acto legislativo o de ley que le interesan al ejecutivo y a los propios legisladores.
El congreso como órgano de representación popular en el sistema democrático, es el campeón del desprestigio ciudadano pues las leyes que aprueba en su función legislativa casi nunca se corresponden con los verdaderos intereses generales, ni con ellas deciden reformas estructurales que mejoren la eficacia del Estado o contribuyan a superar las evidentes desigualdades sociales.
Por otra parte, el control político que constituye la otra esencial función del congreso, establecida a través de la moción de censura a los ministros del gobierno, nunca ha resultado eficaz para su verdadero ejercicio porque las mayorías políticas afines al ejecutivo, construidas a punta de mermelada, terminan abortando cualquier intento al respecto.
El fuerte sistema presidencialista vigente termina doblegando a la rama legislativa que se convierte en apéndice del gobernante. En estas condiciones, se impone el clientelismo de los partidos políticos que ha conducido a la rampante corrupción.
De otro lado, se completa el triste escenario de la debilidad institucional colombiana con el desprestigio y la falta de confianza en el sistema judicial, donde la impunidad y los deplorables efectos del llamado Cartel de la Toga en la jurisdicción penal; así como la excesiva morosidad en las otras dos jurisdicciones, la ordinaria y la contenciosa administrativa; son circunstancias que en su conjunto han logrado incrementar los factores de violencia y criminalidad, pero sobre todo, incredulidad en el sistema y en los operadores judiciales.
Pues bien. El Congreso acaba de aprobar varias leyes. La que establece la reducción de la jornada laboral de 48 a 42 horas, impulsada por el expresidente Uribe, decisión que contó con la oposición de los industriales agremiados en la Andi, pues sin duda alguna, dicha reducción afecta la actividad industrial por el lado de la productividad o por el mayor costo en horas extras, cuando la estructura productiva nacional requiere dinamizarse para contribuir a la recuperación de la economía luego de los devastadores efectos de la pandemia y de los recientes bloqueos por el paro nacional. El sofisma populista de la ley es que incrementará el empleo en el sector.
La ley estatutaria que modifica las funciones de la Procuraduría General de la Nación con el propósito de otorgarle funciones judiciales dirigidas a poder suspender o destituir servidores públicos de elección popular, con el pretexto de adaptar a la legislación nacional la reciente jurisprudencia de la CIDH al respecto.
Pero claro, además de ser un evidente adefesio jurídico constitucional, dado que el Ministerio Público tiene la expresa función de garantizar y proteger los derechos fundamentales y legales de los ciudadanos y NO el de ejercer funciones judiciales, lo que exigiría un acto legislativo y no una ley estatutaria.
Además, evidencia el clientelismo al disponer la creación de cerca de 500 cargos de alto nivel salarial, generando un gran impacto fiscal cuando estamos ad portas de una reforma tributaria que pretende disminuir el gran hueco fiscal en los ingresos de la Nación. Aquí ya no se trata solamente de populismo legislativo sino de absoluta irresponsabilidad.
Y la cereza del pastel del populismo legislativo tanto del gobierno como del congreso y de las llamadas altas cortes, se plasmó en el acto legislativo que reforma el sistema judicial. Una reforma cosmética que no corrige las graves fallas estructurales del sistema judicial que tanto viene reclamando la opinión ciudadana.
Una vez más se comprueba que las graves falencias de nuestro sistema democrático exigen la convocatoria de una Constituyente limitada a tres aspectos. La reforma del sistema político y electoral; del sistema judicial; y de la estructura del Estado.