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¿Por qué cambiar las cosas buenas de la justicia y el trabajo?

Feb 4, 2022

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Durante muchos años, los ciudadanos y los abogados, como beneficiarios directos del servicio público esencial de la administración de justicia, hemos oído hablar a sus autoridades que se apropiaron los recursos necesarios para digitalizarla, término que obligatoriamente nos corresponde precisar, porque a más de referirse a los temas tecnológicos e informáticos, digitalizar la justicia podría ser i) adquirir fotocopiadoras, ii) dotar de computadores a cada uno de los funcionarios de la rama judicial, iii) escanear los expedientes para consolidar un archivo digital, iv) implementar el expediente electrónico, o v) garantizar una justicia pronta y eficaz.

De esas alternativas, bien podría, en un escenario óptimo, cumplirse todas o, por lo menos, la última, porque representaría el cumplimiento fiel y cabal de la ley estatutaria de la justicia en desarrollo de los mandatos constitucionales de regular las relaciones de los particulares entre sí, y de estos con el Estado o viceversa.

Pasaron y pasaron los años, y jamás se concretó ese deseo unánime de contar con un servicio de justicia que le evitara a los ciudadanos y a los abogados tener que esperar un mes para que le dieran una copia de un oficio de desembargo o, se lograra una notificación personal o, desarrollar una audiencia penal con la presencia de los sujetos procesales y evitar las dilaciones injustificadas por vía de aplazamiento por la inasistencia de uno de ellos o, debatir unos alegatos de conclusión, como muchas otras diligencias o actuaciones procesales que se surten a diario en los juzgados o tribunales.

Sin embargo, lo que no pudo hacer el hombre, lo hicieron la naturaleza y las cosas que jamás entenderá el ser humano, porque, de ningún modo, sabrá por qué suceden, entre ellas, la pandemia, y esta trajo consigo el milagro de la digitalización de la justicia mediante la expedición del decreto legislativo 806 del 4 de junio de 2020, por el cual se adoptaron las medidas para implementar las tecnologías de la información y las comunicaciones en las actuaciones judiciales, agilizar los procesos judiciales y flexibilizar la atención a los usuarios del servicio de justicia, en el marco del estado de emergencia económica, social y ecológica.

Antes de la expedición de esa medida legislativa y desde cuando se decretó el confinamiento absoluto de los colombianos, quienes no teníamos la suficiente destreza en los temas tecnológicos e informáticos, tuvimos al frente, como principal distractor de ese “se me acabó el mundo”, un computador. En ese compañero de luchas y tragedias diarias, aprendimos a configurar la firma digital, a reclamar las cesantías, a hacer los trámites bancarios, (transferencias, pagos de tarjetas, de créditos, de servicios públicos), y una y otra cosa más, como también, nosotros los abogados, a partir de ese instrumento legal que nos ofreció el gobierno, aprendimos a radicar demandas ordinarias, denuncias penales y acciones de tutela, a interponer recursos, a participar en audiencias, etc., situación que digitalizó la justicia en un instante y sin un peso invertido en grandes centrales de datos o equipos sofisticados que casi siempre terminan adornando los pasillos de los viejos edificios de la rama judicial. Todo esto, con un solo correo electrónico que se habilitó para cada juzgado en cada una de las jurisdicciones laboral, civil, penal, administrativa, y en cada sala o sección de los tribunales superiores de distrito judicial o tribunales administrativos y en las altas cortes.

¡Oh Dios! dichoso quien inventó el correo electrónico, porque a él, solamente a él, le debemos el milagro de la digitalización de la justicia en Colombia. No se imagina ese hombre, el ahorro de tiempo y de recursos que nos ofrece con ese invento, pues ya los abogados no tenemos que redactar la demanda, imprimirla, firmarla, sacarle las copias del juzgado y de los traslados, fotocopiar los anexos, unir todos estos documentos con el poder y, la pesadilla de todos, “foliarlos”, sí, enumerarlos del 1 hasta un número final que corresponde a la última página de lo que consolidará un tedioso expediente o, como dicen los jurisconsultos más refinados, la foliatura o el plenario. Sin contar que, estando en la secretaría del juzgado, el secretario, muy seguramente le diría: “Dr. Le quedó mal foliado, tráigalo mañana, porque ya faltan 10 para las 5.” ¡Oh Dios, nuevamente Dios!

Ahora, cuando radicamos las demandas en línea o las denuncias penales, nos llega inmediatamente un correo electrónico informándonos el radicado, el despacho y los demás datos del proceso; hacemos las notificaciones del caso, enviando copia de las mismas a los demandados; los juzgados, nos notifican el auto admisorio o de medidas cautelares a ese, tan bendito y sagrado correo; pagamos las expensas del proceso vía virtual al banco y adjuntamos el correspondiente recibo de la misma manera; somos citados y participamos a las audiencias que para cada juicio están fijadas; presentamos nuestros alegatos, en audiencia o enviando los escritos por correo; así mismo, recibimos el fallo de primera instancia e impugnamos o interponemos los recursos de ley. ¡Que dicha! Y como decimos también los abogados: “Dejo constancia, que no se trata de pereza, es cuestión de justicia pronta y eficaz.”

Cuando todo está marchando bien en ese anhelado y casi logrado propósito de digitalizar la justicia, cuando el servicio es óptimo, sin costos de escaneo de expedientes o de archivos, sin grandes centrales llenas de cables y luces, nos obligan a volver a la presencialidad, con las acostumbradas filas, foliaturas, retardos y contagio.

¡Autoridades! ¿Por qué cambiar las cosas buenas de la justicia y el trabajo? Continuemos con lo bueno e, inclusive, extiéndanlas a las demás ramas del poder público.

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