Por: Jaime Felipe Lozada
Escribí esta columna el miércoles festivo de la semana pasada, día en el que se conmemoró el Día Internacional de los Trabajadores con marchas, como es habitual en esta fecha, de varios sectores sociales y de trabajadores en el mundo y en el país.
La revolución de los trabajadores, como algunos han llamado a este suceso histórico, inició silenciosamente a mediados del S. XVIII con la organización de los trabajadores en las fábricas europeas y se acentuó con el inicio de la revolución industrial en la Inglaterra de comienzos de 1800. Esta revolución estuvo llena de innovaciones en áreas como la agricultura, el transporte, las manufacturas, el comercio o las finanzas, y la cual generó un incremento en la producción nacional nunca antes vista e hizo que Gran Bretaña en los ciento veinte años siguientes se convirtiera en el país más productivo del mundo, sin embargo, esta productividad no se vio reflejada en la mejora la calidad de vida de los trabajadores. De esta forma, la clase trabajadora, cansada de las largas jornadas, en precarias condiciones de salubridad y de la baja remuneración, decidieron en Chicago en el año de 1886 protestar y exigir la jornada laboral de ocho horas, conquista social que perdura hasta nuestros días.
Las marchas del primero de mayo en el país fueron multitudinarias, pero desafortunadamente politizadas por el presidente para cargar contra la oposición, en sus ya acostumbrados discursos llenos de revanchismo, polarización y odio de clases. Colombia no puede caer en la trampa del populismo anodino y peligroso que busca dividir al empresario y al trabajador, y convertirlos en enemigos; la historia nos enseña que sin clase trabajadora no hay riqueza, pero no menos cierto es que sin sector empresarial tampoco. La riqueza de una nación y la prosperidad de una sociedad no depende de visiones ideológicas sectarias y dogmáticas, el desarrollo económico que permita el aumento de la productividad, y que a la vez mejore la calidad de vida de los trabajadores, depende necesariamente de una mayor inversión, de la generación de empleo digno y de calidad y de confianza inversionista. Las simbiosis entre el empresariado y los trabajadores es fundamental para la reactivación y el crecimiento económico sostenido, y por supuesto para generar una mejor distribución de la riqueza. Cuando entendamos como nación que el empresario no es el lobo al que hay que abatir, ni la vaca que hay de ordeñar, sino que es el caballo que tira del carruaje, muy seguramente superaremos los índices de pobreza tan penosos que tenemos en la región.