Por: Adonis Tupac Ramírez
En las mañanas, cuando el sol apenas acaricia el asfalto, y el rocío decora el césped, el parque del barrio se despierta tímidamente. Ahí están, como siempre, los árboles que parecen haber sido testigos de mil historias. Los columpios que alguna vez estuvieron llenos de risas infantiles se mecen despacio con el viento, y las bancas, esas silenciosas cómplices de tantos susurros, reposan pacientes. Para muchos de nosotros, los parques han sido, y siguen siendo, ese refugio en medio del bullicio, ese espacio donde las relaciones entre vecinos nacen, florecen y se consolidan.
A lo largo de los años, los parques de nuestros barrios han sido el escenario de lo cotidiano y de lo extraordinario. ¿Cuántas veces no hemos coincidido ahí con el vecino de la casa de enfrente, el que nunca habíamos saludado, pero con quien, en medio de una conversación casual, descubrimos que teníamos más en común de lo que pensábamos? O quizás, cuántos de nosotros no hemos sentado a mirar cómo los niños juegan sin preocupaciones, haciendo amigos que quizá, al crecer, seguirán siendo esos confidentes que nos acompañan toda la vida.
Los parques son lugares donde la vida ocurre de manera simple pero significativa. Son el punto de encuentro de generaciones. Los abuelos paseando despacio, disfrutando el aire fresco; los adolescentes jugando fútbol en las canchas; las familias que sacan a pasear sus mascotas. Ahí, entre los árboles, la arena y los juegos, se entrelazan las vidas de los vecinos. Es en esos espacios donde realmente aprendemos a conocernos como comunidad, donde los rostros anónimos de las calles se convierten en personas con nombre, historias y sueños.
Desafortunadamente, hay una nostalgia que se mezcla con el aire cada vez que visito mi casa paterna y camino por el parque de mi barrio Los Cambulos , no funcionan las luces de noche, hay restos de basura y la una de sus canchas persiste deteriorada, a pesar de la reciente inversión que recupero la cancha principal con techo y arreglo de sus bancas se denota abandono y falta de apropiación de la comunidad. Durante mi adolescencia este parque fue testigo de grandes cotejos futbolísticos, encuentros entre amigos y visitas a las chicas que nos gustaban, también fue testigo de actividades no tan adecuadas como peleas y borracheras nocturnas.
El deterioro de nuestros parques es más que un problema estético; es un síntoma del deterioro de nuestras relaciones vecinales. Al dejar que estos espacios se apaguen, también estamos permitiendo que se apaguen las conexiones que tanto necesitamos en nuestras vidas. En un mundo cada vez más individualista, donde el tiempo compartido se vuelve escaso, perder estos espacios significa perder oportunidades de encuentro, de esparcimiento y de construcción de comunidad.
Es urgente que recuperemos nuestros parques. No solo como un acto de mantenimiento físico, sino como un acto de resistencia ante la desconexión social. Es en esos lugares donde, aunque no lo notemos, se construyen las bases de una sociedad más unida. Si nos permitimos dejarlos morir, estaremos dejando morir una parte esencial de lo que significa ser vecinos, ser comunidad.
Tal vez hoy, más que nunca, necesitamos que esos parques vuelvan a ser lo que siempre fueron: pequeños oasis en medio del caos, donde las risas, las conversaciones y los encuentros espontáneos nos recuerden que no estamos solos. El parque es de todos, y cuidarlo es una manera de cuidarnos a nosotros mismos.