Diario del Huila

Trágico realismo mágico en una sociedad colapsada

Jun 10, 2024

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Por: GERARDO ALDANA GARCÍA

El cielo enrarecido de la tierra que adusto mira el planeta al filo del primer cuarto del Siglo XXI, sigue llenando la memoria de la naturaleza en donde guarda cada hito de barbarie y dolor generado desde la torpeza humana. Nuestro orbe, visto desde la perspectiva de un observador omnisciente, de alguien que no tiene velas en el entierro de la especie humana y las especies que de esta dependen, sería un impávido amanuense, cuyas páginas reiterarían toda clase de sucesos impensados, especialmente si quien escribe conoce las leyes del equilibrio universal, sabe de los ecosistemas en donde los habitantes viven por la armonía que garantiza la pervivencia de su mundo, y en donde solo los cataclismos naturales serían los llamados a poner fin a hábitats, más nunca por razón de la auto destrucción de cada miembro del colectivo social que los compone.

En 1972 expertos del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), concluyeron una predicción relativa al colapso de la sociedad, visualizando que esta se produciría hacia mediados del siglo XXI, cuando el hombre, tras la búsqueda de obtener mayores incrementos económicos, habrá generado tantos costos ambientales y sociales, cuya superación se haría muy difícil de lograr. Una tesis de este orden, venida de un organismo con alta reputación en el mundo de la ciencia y la tecnología, es tenido en cuenta y respetado en diferentes ámbitos. En otros escenarios como profecías y futurología derivadas de videntes como Nostradamus y el propio libro bíblico del Apocalipsis, podrían hermanarse con el predicado de los científicos de hoy, cuyos ensayos, pruebas, indicadores y teorías, ratifican la asimilación de tales postulados. A continuación, podemos tomar algunas señales que denotan la incontrastable realidad del ocaso de una civilización perfilada hacia su colapso.

Un rio de migrantes de veinticuatro nacionalidades cuyo número rondaba la cifra de 10.000, dentro de quienes iban al menos 3.000 niños menores de 14 años, delineaban en septiembre de 2023, la serpiente humana que salía de México hacia Estados Unidos. Un pueblo multicultural que ha preferido renunciar a sus raíces y al hábitat del que es hijo, para exponerse a vejámenes insufribles, pero en todo caso, serían menores a las calamidades a las que su propio país le inflige por cuenta de violencia nacional, corrupción, falta de oportunidades de empleo, lo que obliga a su desplazamiento forzado.  En otro escenario, pueblos enteros que rondan la cifra de 3.000, en la España de arquitectura medieval y renacentista, se encuentran solos, abandonados; aldeas fantasmas que hace décadas registraron la partida o la muerte de su último habitante; muchos porque se volvieron viejos y otros, los más jóvenes, porque no encontraron ya motivación para seguir allí, y entonces la natalidad dejó de alegrar con su ternura vastas zonas, muchas de las cuales aún mantienen condiciones agroecológicas para la producción agrícola y ganadera. El fenómeno de los pueblos fantasmas cobija igualmente a territorios de Estados Unidos en estados como California, Alabama y Nueva Jersey, en donde la fiebre del oro y su predicado de muerte llevaría a la desolación que hoy apenas exhibe muros y maderas, sin alma, porque ya no vive nadie en ciudades que fueron ricas, con desarrollos de ferrocarril, banco, comercio y folclor.

Si damos un vistazo al tan mentado medio oriente de los últimos ocho meses, nos encontramos las cifras del Ministerio de Salud de la Franja de Gaza, que el pasado 15 de mayo informó un saldo de 35.034 personas muertas y 78.755 resultaron heridas desde el 7 de octubre de 2023 cuando inició la absurda confrontación. Allí, hay muertos de lado y lado, adultos, viejos, niños, jóvenes. Un conflicto que privilegia la muerte sobre la vida; y, sobre todo, convencidos que cada masacre tiene la aprobación divina, por lo que todo exceso está justificado. Que la muerte de mi hermano permita la vida mía: qué tontería más grande.

En Colombia, por ejemplo, si damos una lectura a los informes de organismos de derechos humanos, entidades y medios de comunicación que chequean el curso de la violencia en nuestro país, encontramos cifras verdaderamente alarmantes dentro de ciclos de mandato constitucional, sin importar si liberal o conservador, si de enfoque capitalista o comunista. Por ejemplo, INFOBAE – Information Before Anyone Else, describe cómo, en el primer año de gobierno de Gustavo Petro desde el 07 de agosto de 2022 al 15 de julio de 2023, se registró un total de 87 masacres. Se trata de víctimas en donde hay líderes sociales, miembros de comunidades indígenas y soldados, entre otros. La organización destaca lo alarmante de la cifra si se compara con gobiernos anteriores.  Por ejemplo, en primer año del segundo gobierno de Álvaro Uribe Vélez, hubo 27 masacres, mientras que, en 2005, al filo del tercer año de su primer mandato, se registraron 48 masacres con un saldo de 252 muertos. Para el caso del gobierno Santos, en 2011, primer año de su mandato, hubo un total de 37 masacres, mientras que en 2015 descendió a un total de 13. Al llegar al gobierno Duque, en 2019, ese primer año de gobierno registró un total de 22 masacres, destacando que 2018 y 2020 fueron años de los más violentos para líderes sociales con saldos de 279 y 308 víctimas, respectivamente.

Y si señales de decadencia y colapso se quieren leer en el panorama colombiano, muchas de ellas realmente asombrosas, están el hecho de que, por órdenes del alto gobierno, las fuerzas del orden, llámese ejército o policía, han detenido que, aguantarse el deseo de cumplir con su deber constitucional de defender al pueblo colombiano, al punto de no concurrir con su poder de reprimir al crimen sino que incluso, declinar el inembargable derecho a defenderse cuando éste o una comunidad inconforme, apostada desde postulados ideológicos tales como primera línea, o el poder lo tiene el pueblo, asestan toda clase de atropellos contra los guardianes de la sociedad, constitucionalmente comisionados para defenderla.

Las zonas productoras de Colombia, viven el éxodo de las nuevas generaciones que renunciaron al legado agrícola de su padres y mayores, llegando a las ciudades, disque a buscar mejor vida, dejando huérfanos plantíos y cafetales que, como ya se vive en el mayor departamento productor ,de café de Colombia, el Huila, no hay mano de obra para recolectar la cosecha, lo que lleva a que el suelo reciba el rojo y dulce grano que se pudre mientras el productor llora la desgracia de su perdida económica.

Es claro que un panorama mundial y nacional así, ratifica que, lo impensado en un mundo que debiera ser auto sostenible, resulta tristemente verificable en desmedro de las especies. Pobre planeta y su gente: una civilización, como dijera Samael Aum Weor, caduca y degenerada, cava su propia tumba.

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