DIARIO DEL HUILA, CRÓNICA
En medio de cientos de personas, familiares y fuerza pública, le dieron el último adiós a los uniformados que perecieron en el atentado del corregimiento de San Luis. Las palabras de aliento en la eucaristía permitieron mitigar el dolor de los presentes, quienes no podían ocultar su lamento.
En el ambiente de la Catedral de Neiva circulaba una especie de zozobra. Los espectadores, entre ellos familiares de los uniformados fallecidos, policías y periodistas, no podían ocultar sus rostros de tragedia. La tarde, silenciosa por el control vehicular, se hacía cada vez más densa dado el arribo de personas al recinto religioso. Todos, a la espera del primer féretro; los cuales, parecían nunca llegar.
Los protocolos de seguridad se activaron. La guardia se puso en contexto organizando la logística. Con ojos agudos y con tácticas de inteligencia militar, estudiaban el espacio para poder detectar cualquier anormalidad que amenazara la integridad de los presentes. Policías y soldados de civil custodiaron bien la zona de manera que todo estuviera bajo control.
Finalmente, llegaron los tan esperados cuerpos de los policías. Vestido de sotana morada y mitra blanca, el máximo representante de la eucaristía hizo el recibimiento correspondiente con sahumerio y agua bendita mientras oraba en voz baja las palabras del evangelio. Uno a uno, con la devoción religiosa que implica este tipo de ceremonias, dispuso las almas de los fallecidos a las órdenes de Jesús Cristo, allá arriba en el cielo, a donde llegarán, buscando la eternidad.
Atrás de cada uniformado fallecido venían sus familiares. Sus rostros mostraban el dolor de la desesperanza; la amargura de una realidad trágica que jamás pensaron vivir ya en estos tiempos de cambios. Sus miradas, pérdidas en el infinito evidenciaban la afectación psicológica en que los puso la indecible tragedia de una guerra que parece jamás terminar. Una guerra, cuyas principales víctimas son las personas del común, sin que le asista culpabilidad alguna para merecer tan atroces crímenes.
En pocos minutos, a la catedral no le cabía una persona más. Las voces de llanto, susurros y especulaciones se escuchaban por todos sus pasillos. No hubo un instante de silencio pues la comunidad no podía para de discrepar sobre el suceso ocurrido en las tierras verdes de Neiva. Una vez los féretros de los uniformados fueron puestos en el hall de la Catedral, el líder religioso dirigía a su equipo para que se organizara y se dispusiera a realizar las tareas pertinentes mientras llegaba el presidente de la República, Gustavo Petro.
El calor humano hacía la temperatura del recinto cada vez más intensa. Las personas se soplaban la cara y cuello con cualquier cosa que tuvieran a la mano. Pero por supuesto, sea importante indicar, esto no implicaba absolutamente nada cuando lo peor ya había ocurrido. ¿Qué importa el calor cuando los seres queridos parten prematuramente por culpa de la violencia? ¿Qué importancia tiene una condición momentánea cuando la situación infinita se apodera de una realidad para siempre?
La multitud se mostraba inquieta, expectante. Todos se preguntaban la hora en que llegaría el presidente Petro a acompañar la ceremonia. Finalmente, custodiado por un colosal equipo de seguridad, llegó a la iglesia donde fue recibido con palabras de apoyo y de rechazo. “Bienvenido presidente Petro, nosotros lo apoyamos”, le gritaban unos. “Para qué viene, guerrillero”, decían otros.
De repente, todo quedó en silencio. Solo la voz del Padre que dirigía la eucaristía se escuchaba en cada rincón. Las frases de amor que se apoderaron del espectro, fueron dirigidas al cielo como una plegaria sagrada para los dioses de la humanidad, cuya petición principal consistía en la paz de todos y cada uno de los colombianos. La paz, lo más importante para la existencia de una sociedad; la paz como una forma de reconocimiento del sentido puro de la vida en sociedad. A su vez, palabras de fortaleza fueron dirigidas a cada uno de los familiares que escuchaban atentos las palabras del representante de Dios.
Al caer la noche, no solo el recinto eclesial estaba lleno de gente. Las afueras del mismo también. No le cabía una persona más al espacio público donde los vehículos fúnebres esperaban a cada cuerpo para disponerlos a su destino preestablecido. Esto, al canto de los bombos, redoblantes y trompetas del Ejército Nacional, quienes interpretaban la música de las honras fúnebres. El momento solemne de la música penetrando los oídos, hizo imposible que los familiares desistieran del llanto. Por el contrario, las emociones se desbordaron una vez más, sobre todo a sabiendas que el final de todo estaba por llegar.
Al cabo de varios minutos, la sociedad se disolvió. La ceremonia había llegado a su fin. Uno a uno, uniformados, civiles y vehículos se fueron alejando del lugar hasta quedar la vía en plena normalidad. Hasta quedar la calle triste, solitaria, en un vacío amargo donde la tristeza se apropió de cada uno de los presentes. El dolor partió en caravanas y carros llenos de coronas hasta el destino, el campo santo, donde cada uno fue despedido por sus familiares. Infortunadamente, ese dolor no desaparecerá por nada. Desdichadamente, la vida tiene sucesos tan crueles que ponen en tela de juicio el sentido de la existencia.
De este suceso no queda sino el mal sabor de patria. El dolo de saber que son los mismos hermanos civiles los que asesinan a sus semejantes. Una ideología política, un interés personal, una intención organizacional, no es óbice para las cosas que se presentan en la tierra que todos comparten como familia. La muerte no puede ser el denominador común en la interacción social.
Nada justifica las conductas más atroces. Los seres humanos no pueden seguir siendo actores crueles de una humanidad que ha caído en las garras de la maldad. Nada puede entenderse en un lugar donde lo sublime es agredido con las peores conductas imaginables. Nada puede concurrir en un espacio donde se mata por capricho y se vive por suerte. Nada puede ser posible en un país donde se vive de milagro y donde a la vez se olvida del milagro de estar vivo.