DIARIO DEL HUILA, CRÓNICA
Por: Hernán Galindo
Al puesto de venta de dulces en la entrada del Teatro Pigoanza de Neiva, Isabel Olaya Osorio no llegó por casualidad, sino por herencia familiar, negocio que ayudó a construir desde que era muy niña y que ha sido su sustento de vida.
Y es que su historia remonta casi 50 años, por eso, miles de neivanos y foráneos, que algún día han comprado confetis, papas, chitos, agua, bebidas y hasta cigarrillos en este tradicional punto, sea de paso o para ingresar a cine, se sentirán identificados con la historia de esta mujer de 56 años.
La historia
La Mona o Chava, como le dicen porque casi nadie sabe su nombre o la llaman por cariño, recuerda con nostalgia que a principio de los años setenta, cuando Neiva era un pueblo en crecimiento, a su mamá Nelly se le ocurrió establecer por primera vez el puesto.
Lo hizo en la calle, por necesidad económica, en la carrera cuarta, junto al nuevo Teatro, frente al edificio de la Gobernación del Huila, ambos recién inaugurados, y cuya construcción fue ordenada después del terremoto de 1.967.
“Corría más o menos el año 1.972. Mi mamá nos llevaba con mis hermanos a acompañarla a atender el puesto. Pero como la gente vio que corríamos peligro en la calle, la Beneficencia del Huila, administradora del Teatro, le dio un permiso para ubicarse en el andén…y aquí estamos desde entonces, pagando lo de ley”.
Eran jornadas largas en la que Isabel, con cinco años, y sus hermanos ayudaban y jugaban, tras ir a la escuela y hasta la noche, porque en esa época el cine era el principal entretenimiento y novedad de los neivanos con matinal, matiné, vespertina y nocturna.
Y los sábados había Cine Club, organizado por la Universidad Surcolombiana. El plan de la gente era ir a cine, mejor dicho, señala.
“Mi mamá levantó la familia de cuatro hijos con el negocio. Nos dio estudio y comida gracias a las películas y a los dulces y cigarrillos, que tenían mucha demanda en ese tiempo”, manifiesta, con emoción, mientras atiende un pedido.
Y hace memoria de las películas más taquilleras, que marcaron récord en asistencia en la época, con filas que daban la vuelta a la manzana, personas que llegaba con horas de anticipación para comprar las entradas y hasta adquirir de más para revenderlas.
“El embajador de la India, Tiburón, las de Viruta y Capulina, Cantinflas, las mejicanas de enmascarados como El Santo, después La Laguna Azul, Terminator y las cintas de Semana Santa, el Mártir de Gólgota, Ben Hur, algunas eran en blanco y negro, había mucha devoción”.
También hubo un hito en dulces, unos se mantienen y otros no volvieron como “la chocolatina Triunfo, las almendras, el ManiMoto, que ha sido de siempre, los chitos, los chicles Charms, las colombinas de panela y coco, el bon bon bum”.
Los cigarrillos también tuvieron su éxito, igual unos permanecen otros se fueron. Habla de Marlboro, Kent, Imperial, Mustang, John Player Special, Lucky Strike, Mapleton, President, More, Derby, Camel.
Legado y patrimonio
Desde su dulcería, Isabel, que asumió el control tras la muerte de la madre en 1998, ha visto pasar parte de la historia de la capital huilense:
“Muchos gobiernos, mandatarios, profesionales que me cuentan de cuando eran niños, el antiguo Parque Santander con un lago en la mitad y babillas; el Pasaje Camacho, “donde uno comía rico”; la Galería, almacén Cenco, cacharrería La Gardenia, el grill La Herradura…”
También ha habido momentos difíciles, de desafíos. Como el cierre de varios años del Teatro, que se llevó el público y parte de los clientes. Para, su fortuna, muchos quedan, que la buscan o ya saben dónde encontrarla y lo que tiene para ofrecer “con buena actitud, amor y respeto”.
Y es que siempre ha estado aferrada a la mano de Dios, confiada en que la protege y ayuda, por eso, está contenta con la reapertura, que ha sido opacada con la pandemia y los encierros, “pero estoy segura de que pronto todo regresará a la normalidad, y el Teatro Pigoanza volverá a ser lo que fue, la mejor sala de la ciudad”.
Chava ya hizo una petición especial a sus hijos. Cuando muera, cuando la llame Dios, no dejen morir el puesto de dulces, que, considera, es casi un patrimonio público de la ciudad, por el que ha rehusado ofertas de compra.
“Estaremos aquí hasta el día en que Dios y la Administración dispongan”, dice, con cara de bondad.