Diario del Huila, Crónica
Por: Hernán Guillermo Galindo M
Fotos: José Rodrigo Montalvo
Una noche de taxista en Bogotá, Aureliano Cabrera, de 53 años, fue baleado y de milagro salvó la vida. Hoy, vigila un parqueadero callejero junto a Los Olivos en Neiva. Esta es su historia.
Aureliano Cabrera es un hombre de tez blanca, mediana estatura y contextura delgada. Su cuerpo muestra los vestigios de una vida que no ha sido fácil. Tiene 53 años, pero parece tener más. Luce una gorra que se quita sólo en una necesidad urgente. La razón es que en el costado izquierdo de su cabeza tiene las cicatrices que recuerdan el disparo que le propinaron en un atraco en Bogotá, cuando era taxista.
“De milagro salvé la vida”, dice. Y es que por cosas del destino no quedó inválido. Estuvo 35 días en coma y unos meses más hospitalizado. Después hizo terapias, que con suerte, le permitieron de algún modo volver a trabajar”, cuenta, su historia de vida, con tristeza y nostalgia, en el parqueadero callejero que hay junto a la sede de Los Olivos, donde cuida carros y motos para ganar el sustento diario.
Una vida de necesidades
Nació en Neiva con una niñez en medio de necesidades y de pobreza que arrastraban sus padres, de origen campesino, que llegaron a Neiva desplazados por la violencia.
“Mi papá, Aureliano, y mi mamá, Leonor, se dedicaba a las labores del campo. No sabían hacer otra cosa que cultivar cositas. Por eso, cuando fueron obligados a huir a la ciudad se encontraron en dificultades económicas. Vivíamos en el barrio Mártires. Poco sé de ellos porque hace años les perdí la pista, pero aún están vivos”, comenta con aparente tranquilidad.
No le preguntamos por ese desapego familiar, su preocupación debe ser conseguir lo de las comidas diarias y dónde vivir.
Arrastra unos zapatos viejos con suelas deterioradas debido a las altas temperaturas, el duro uso diario de caminar de aquí para allá “al sol y al agua, como toque, qué le vamos a hacer”, comenta, y señala que estudió en la escuela del barrio y bachillerato en el Inem, haciendo esfuerzo por recordar. La cabeza le falla, es evidente.
Luego cursó sicología en Ibagué en la Universidad del Tolima, ciudad en la que vivió por invitación de un amigo paisa con el que trabajaban metalmecánica. Fueron siete años en la capital tolimense pero no terminó la carrera, llegó hasta noveno semestre, por falta de recursos ya que se acabó la empresa en la que laboraba y lo echaron, asegura.
“La falta de plata y oportunidades me obligó a buscar otros rumbos en la vida. Por eso me fui para Bogotá”, sin saber que sería su desdicha.
Cita con la muerte
Ya en la capital del país, cuenta, logró vincularse a una empresa de taxis. “Me dieron trabajo, pero me tocaba el turno de la noche. No me gustó, pero no había más para hacer”, comenta, entendido del frío y los peligros de la noche que acechan en cada esquina y con cualquier pasajero.
“En una de esas jornadas me abordó un sujeto en el barrio Veinte de Julio y me pidió llevarlo al cementerio del Sur. A las pocas cuadras salió otro individuo. El cliente inicial me preguntó si podía sentarlo en el puesto de adelante, de copiloto. Sin ningún tipo de sospecha accedí”, manifiesta.
Justo en el momento de culminar la carrera le preguntaron por el valor del servicio “y de pronto, sin mediar más palabras, uno saca un revolver y me lo coloca a la altura de la cien”.
Aureliano le ruega que no lo vaya a matar, que tiene familia que lo espera, que se lleven lo que quieran. Hasta ahí recuerda porque el hombre le disparó y entonces todo fue confusión, silencio y un desvanecimiento.
“La vida se me iba…la verdad no supe nada más de lo ocurrido hasta 35 días después cuando reaccioné en la UCI del Hospital El Tunal, en el sur de Bogotá. Fueron varios días de hospitalización y de terapias hasta que me dieron de alta. Gracias a Dios estoy vivo, pero quedé medio, no puedo trabajar como lo hacía antes”, comenta con resignación y melancolía de ese lamentable día que le cambió la existencia.
Volver a Neiva
Tras la tragedia, tomó la decisión de retornar a Neiva en busca de sus raíces y opciones laborales. Por ahora es vigilante. “La gente es generosa y hago para medio comer y pagar una pieza”, afirma, y hace una pausa para hacer llamado a alguien que esté interesado en emplearlo en algo formal. “Ya saben en qué lugar encontrarme”, expresa, con optimismo.
Aunque le gustaría trabajar en algo relacionado con la sicología, sabe que primero necesitaría terminar la carrera. Mientras, cuida carros, que no es una profesión, pero le sirve para intenta retomar la vida o lo que le queda de ella en medio de tristes y la solidaridad de la gente que llega al lugar a despedir seres queridos.
“Nadie llega a esto porque quiere”, afirma, señalando con ‘doble sentido’ la funeraria, “pero, igual, cuando nos toca-toca. Como a mí, me tengo que rebuscar de alguna forma. Tengo que comer, no hay de otra”, concluye Aureliano, a la vez que se despide agitando la gorra que lo cubre del sol.