DIARIO DEL HUILA, CRÓNICA
Por: Hernán Galindo
Cuando tenía 4 hijos, Yolanda Álvarez Quintero fue abandonada por el esposo, “quedando pobre y arrancada”. Pero, no se arrugó, fue entonces cuando vio la oportunidad de preparar y vender tamales para ganarse la vida y sacar adelante a la naciente familia.
Pese a que al principio no sabía mucho de la elaboración, sólo lo que había aprendido viendo y ayudando a las mujeres mayores de la casa, con el pasar de los días, improvisando y escuchando insinuaciones de los primeros clientes, fue mejorando en la cocina y por ahí derecho la demanda del producto.
Yolanda nació en la vereda Peñas Blancas, de Neiva, ciudad a donde llegó a vivir hace 43 años al barrio El Lago, con la prole completa, los niños todos pequeños.
Recuerda que para ganarse la vida pusieron con su entonces esposo, Diógenes Cabrera, una cafetería, ‘Sandra’, el nombre de una hija, junto al Hospital San Miguel, hoy, Centro Comercial Los Comuneros.
“Pero el patrón, ese señor, se distrajo con la ‘señorona’ de otro negocio. Me despreció a mí y le entregó el local a ella y esa fue la razón para abrirnos, hace casi 40 años”.
De la mano de Dios
Pero Dios no la desprotegió, no la dejó sola ni aguantar hambre. Le dio la berraquera y la oportunidad de salir adelante con los niños, que necesitaban comida y estudio, cuenta Yolanda, con entusiasmo.
Así fue que se puso a atender un puesto de verduras y hortalizas en la desaparecida Galería Satélite del Norte, frente al Cementerio Central, que le dejó una prima que viajó a Pitalito.
“Al poco tiempo por problemas de la separación hubo que vender la casa en El Lago y con unos pesos pude comprar una ramadita, aquí donde estamos en el barrio Sevilla. En ese tiempo el sitio eran lotes y vivía gente que había invadido cerca al río Las Ceibas”.
Luego falleció la mamá, “que nos dejó unos centavitos, una chichigua, que repartimos en 10 hijos, con lo que me ayudé para seguir adelante en la lucha”.
Con la plática y algo que dejó el papá que acaba de fallecer, Yolanda montó en principio una tienda, con enfriador y envase prestado de Coca Cola.
“Despuesito, en 1984, viviendo humildemente, sufriendo económicamente con los niños, se me vino la idea de hacer unos tamalitos. Empecé con 20, auténtico del Huila, con pollo y carne de marrano, arroz, guiso, buen hogo y masita, masa debajo…Ahí sí, amarre y a cocinar varias horas”.
¿Cuál es el secreto de la preparación? “El día que traemos las carnes frescas hago un adobe, mi propia sazón, que aprendí yo, nadie me enseñó. La misma gente que comía me decía le falta tal cosa al tamal, échele esto o aquello, hágale por allí, así fuimos mejorando y aquí vamos…”.
Tiene un agradecimiento especial por Sandra, una de las hijas, quien con esfuerzo validó bachillerato y se puso a trabajar en SaludCoop. Estuvo 12 años. Cuando la liquidaron, tomó el dinero y la decisión de darle una casa mejor a la mamá. La remodeló completamente.
“Hizo tumbar el rancho viejo, puso pisos, techo nuevo, baños, ventanas. Después la nombraron gerente de la Nueva EPS, se casó y se fue a vivir a Bogotá”.
El comienzo fue en un fogoncito de leña en la calle, donde empezó a cocinar. No había plata para gas ni estufa. Así fue cogiendo clientela y llegaron pedidos grandes de 50, 100 “hasta que floreó el palito”. Ya no hacía 20, sino 200, 300 tamales un fin de semana. “Metía la ficha sin miedo ni pereza”.
Yolanda nunca usó celular. Se sirve del teléfono fijo, que no deja de sonar los días de venta, para recibir pedidos, aunque la mayoría de personas pasa a llevar, y pocas comen en el establecimiento en las pocas mesas habilitadas, con chocolate, gaseosa, pan o arepa.
Comenzó vendiendo, hace memoria, a $500 y como todo ha ido subiendo en la actualidad despacha a $5.000 y, con huevo entero, a $6.000.
“En la mejor época vendimos 500 y hasta 600 tamales, viernes, sábado y domingo, pero la pandemia echó para abajo todos los negocios. Hasta ahora es que la gente está volviendo a salir, a comer, aunque mucha no tiene plata porque hay demasiada pobreza”.
Curiosamente ‘Tamales Yoli, del barrio Sevilla’, como se llama el negocio, no tiene aviso, pero todos los neivanos saben llegar. Ahora se cocina con estufa y gas, “ya no hay que fregarse atizando el fogón ni comiendo humo. Los tamales saben igual”.
Futuro incierto
Pese a que recién se fracturó una pierna, que la tiene en una silla de ruedas, Yolanda Álvarez Quintero no se da por vencida. Ya tengo mis años, pero, tengo fuerza todavía, con la gracia de Dios y mi suerte sigo adelante vendiendo los mejores tamales, afirma convencida y orgullosa.
Es una mujer práctica y frentera. Como todos los hijos están fuera de la ciudad, no la asusta quién tome las riendas del negocio o tenga el entusiasmo de continuarlo:
“No me preocupa porque el que se queme que sople, decía mí mama”, y ríe de buena gana. “Desde que se acaba el dueño se acaba todo, usted sabe”, me dice, mientras recibo en la cara el aroma y el vapor de un tamal recién abierto.